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Te esperamos Rafael, siempre te estaremos esperando. Por Luis Sepúlveda

Con Rafael Ramírez Heredia compartimos una larga amistad de veinte años y cada vez que nos encontramos el saludo de rigor era: “por fin apareces, cabrón, te estábamos esperando”, y yo no sé si en mi caso era cierto, pero a Rafael si que lo estábamos esperando, siempre, con ganas de que llegara ese condenado gigante mexicano disfrazado de mexicano chaparrito, con su chaqueta cruzada de caballero, sus gafas de as de la aviación, sus bigotes heredados de Emiliano Zapata, y sus ojos, esa forma de mirar las cosas que todo lo hacía mejor, más cálido, más transparente y más humano.

Y cómo no lo íbamos a estar esperando si con Rafael Ramírez Heredia, llegaba la alegría, el humor del mejor contador de chistes del continente americano, el cariño del amigo y del hermano que de verdad sabía compartirlo todo. A veces con él llegaba también Conchi y su belleza serena, y si no estaba entonces Rafael nos hablaba de ella y de sus hijas Claudia y Marisa, porque Rafael, aunque estuviera lejos de México, cuando abría las puertas de su amistad lo entregaba todo. Así, ya fuera en el D.F. en Guadalajara, en Santiago de Chile, en Madrid, París, El Chaco, Lisboa o Gijón, Rafael Ramírez Heredia iba entregando su amistad y cariño a puñados salvajes, porque no conocía medidas en su generosidad.

Mientras escribo estas líneas, todas y todos los que trabajamos en la organización del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón estamos furiosos y las puñeteras lágrimas caen sobre los teclados amenazan con electrocutarnos, porque Rafael nos acompañó, me acompañó en esta aventura desde su fundación hace diez años y entre nosotros es y será siempre irremplazable. Se jugaba por lo que creía, escribía con una mezcla de tinta, amor infinito por la vida y decencia. Entre los cientos, casi miles de escritores que han pasado por el Salón del Libro Iberoamericano, siempre fue y será el más popular, el más querido, porque en su memoria prodigiosa guardaba los nombres de cada unos de los que organizan el evento, desde el aseador al director, y cada uno recibía la misma cordialidad y respeto.

Presentaba mis libros con un ingenio que los superaba, y yo los suyos con todo mi amor de amigo y de hermano, rogando por que me interrumpiera y contara una, dos, cien, de sus maravillosas historias y anécdotas que siempre embriagaban de placer al público, porque Rafael, en otras de sus manifestaciones hemorrágicas de amistad lanzaba al viento, regalaba las mejores historias sin concederle a eso la menor importancia.

Una vez, paseando por Gijón, me preguntó si sabía por qué éramos tan cuates, tan amigos, y sin esperar respuesta dijo: “porque tú y yo somos sobrevivientes de la brutal ternura de Poli Délano”. En otra ocasión, pateando las calles de Santiago de Chile y al filo de la madrugada, vimos a dos carabineros que intentaban detener a un niño vendedor de huevos cocidos, porque la economía social de mercado prohíbe la venta callejera. Rafael se acercó al niño, le acaricio la cabeza al tiempo que le hablaba: “aquí estabas hijito, venga, vamos a desayunar”. Uno de los policías quiso saber quién demonios era, y Rafael respondió: “el gallo que pisa a las gallinas que pusieron los huevos, ¿qué no se nota, jefe?” Y el carabinero todavía debe estar con la duda.

Rafael Ramírez Heredia no hablaba de humanidad, la practicaba. La amistad era su culto, su religión, y como escritor hacía todo lo posible para ocultar lo grande que era, el enorme narrador que llevaba bajo la piel de mexicano universal y chaparrito. Cada vez que intenté decirle cuánto me había gustado el último de sus libros que había leído, empezaba a hablar de algún libro de un amigo y, si le insistía, entonces se atusaba los bigotes antes de decir: “pos esas declaraciones de amor pueden ser mal interpretadas, joven”. En esta profesión en la que los vanidosos hacen nata, Rafael era impoluto, libre de cualquier afán de aplausos.

Ahora que escribo estas líneas sé que mi amigo, que mi hermano Rafael se fue, carajo, y estoy furioso porque lo estoy esperando, su sitio en mi mesa está ahí, su copa está ahí, carajo, y lo estoy esperando.

Como todos, Rafael, siempre te estaremos esperando.

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