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Carta a mis amigos Isabel y Ángel Parra

Hoy me ha llegado desde Santiago una foto sin comentarios, porque sobraban las palabras, los gritos, sobraban incluso los gestos de impotencia. Esa foto mostraba la vieja casa de la calle Carmen 340 en el momento preciso en que una excavadora empezaba el derrumbe.

Las puertas se ven cerradas en la foto, apagados los dos farolitos laterales que antaño iluminaron algo más que la noche de Santiago. Esos dos farolitos metálicos eran la señal que se veía pese a la niebla del invierno, pese a la lluvia, al frío o al cansancio de las duras jornadas ganando la batalla de la producción, alfabetizando, enseñando a comer pescado, o insistiendo en que los niños debían beber el medio litro de leche. Esos dos farolitos invitaban a la Peña de Los Parra, al palacio de la hermandad junto a una guitarra y un vaso de vino. En ese tiempo no necesitábamos más para querernos, no nos hacía falta nada más para ser felices.

En esa casa de muros de adobes, de aroma chileno, de color chileno, de calor chileno, vivía el espíritu de Violeta, y con ella cantaban Isabel, Ángel, Víctor Jara y tantas y tantos como grande y gloriosa fue la cultura chilena de los años sesenta y setenta.

En esa casa escuchábamos y cantábamos, conspirábamos, discutíamos hasta que la madrugada nos enviaba un saludo de luz que nos devolvía a las mil tareas del Gobierno Popular. En esa casa nacieron romances, concubinatos y casorios, parejas que hoy, al saber que la vieja casa ya no existe, se toman de la mano, aguantan el gesto y dejan que una lágrima resbale limpia por el rostro de cada uno y de cada una, porque esta es una pérdida de las que duelen, de las que dejan cicatrices en el alma.

Hace un par de años asistí a un recital de Isabel Parra en París. En el Teatro Aleph, del Cuervo Castro, no cabía un alfiler, y yo escuchaba y miraba a la cantante, a mi amiga que, con el cuatro en las manos provocaba una transformación múltiple. Ella era una vez más esa Isabel, esa Chabela pequeñita y bella, de ojos brillantes y voz acariciadora. Yo, y muchos de los que estábamos ahí éramos de nuevo los muchachos que rondábamos los veinte años y nos calentábamos con el fuego de su voz y el vinito servido en la Peña de Los Parra, a salvo del frío, del peligro, de la muerte y de los exilios que se nos echarían encima.

En mayo de este año Ángel Parra ofreció un concierto en el Casino de Gijón. Desde la oscuridad miraba a mi amigo, siempre elegante, vestido de negro y con un chal blanco, cantando las canciones de todos, esas mismas canciones que en la vieja casona de la calle Carmen 340 nos quitaban el cansancio, o nos invitaban a amar más todavía a nuestras compañeras. Ángel es un monumento a la dignidad, pero él no le concede la menor importancia a eso, y cuando le pregunté cómo estaba la Peña de Los Parra, apenas insinuó que había problemas.

A veces las máquinas rugen como leones esperanzadores, pero otras veces graznan como buitres dotados de poderosos motores. Así imagino el ruido de esas máquinas que derrumbaron una de las casas más ilustres de Santiago, una casa que debió salvarse, ser monumento a las voces de todos, ser el templo de las mejores esperanzas de todos. Esa vieja casona flanqueada por dos inofensivos farolitos metálicos fue el punto de partida desde donde nos lanzamos a conquistar la dignidad de todas y de todos. Sin duda que era una casa peligrosa, muy peligrosa, subversiva, porque estaba llena de memoria.

Alguien justificará el derribo aludiendo a la edad del edificio. ¿Y qué? ¿Acaso no se conservan las aberrantes construcciones militares? Otro alegará que un edificio de diez plantas es más rentable que una vieja casa con muros de adobes, y otro más dirá que está en lo cierto, porque la cultura, la memoria, el pasado glorioso de los que se atrevieron a cambiar la sociedad, nunca será rentable. En mi memoria los dos farolitos se encienden. Uno ilumina el rostro de niña eterna de mi amiga Isabel Parra. El otro la cara bigotuda y circunspecta de mi hermano Ángel Parra. Y a los dos los abrazo y los quiero más que nunca.

Luis Sepúlveda, Gijón 31 de agosto 2009

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