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La identidad, esa otra cosa (En referencia al artículo “El libro, esa cosa”, de Andrea Palet). Por Marcelo Munch

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En el mapa turístico más popular de San Salvador aparece en el lado derecho el detalle con la simbología utilizada. En ella aparecen enumeradas y detalladas 11 iglesias, y la Catedral de San Salvador. Aparecen también 4 parques, el Jardín Botánico, y el Parque Zoológico Nacional. También aparecen 11 recintos hospitalarios, la mayoría para público exclusivo, y 9 universidades, en su gran mayoría privadas. También se detallan dos estadios, un Palacio de Deportes, un Gimnasio Nacional, y un campo de golf. Se detallan 5 monumentos, referidos a esculturas en rotondas, y un mural mosaico de piedra. Sólo se señalan 4 salas de teatro, y el anfiteatro de la Feria Internacional. Y se menciona el símbolo M, que se refiere a museos, pero que no se detallan y que en el mapa sólo aparece dos veces. Casas de cultura no aparecen en el mapa, pues en rigor prácticamente no existen. Bibliotecas tampoco. Centros culturales, menos. No se enumeran más símbolos, aparte de los 19 centros comerciales y malls que se detallan con nombre y apellido, y eso sin mencionar galerías y multitiendas.

Y no se les puede culpar a los salvadoreños por esto, los malls acá con su bullicio plástico angloparlante, son el espacio público, es el territorio permitido para la ocupación y el libre transitar. Y el motivo, bueno, se repite hasta el hartazgo, que es peligroso andar por las calles, que los problemas sociales, que la guerra civil, que el exterminio militar, que la ancestral represión. Sí, todo eso, son argumentos que siempre hay que tomar en cuenta, sí, se entiende, y mejor no hablemos más del tema.

El punto es que vengo llegando de Antigua, Guatemala, y cuando me metí a la pieza del hotel, un hotel para clases acomodadas, lo primero que me encuentro es que sobre la chimenea de la habitación había una rueda, una rueda rústica, de madera, marchita, colocada con una delicadeza y una simpleza que me remeció por completo. Se veía tremendamente bella, la habitación toda, la rueda era el centro, el tipo que se le ocurrió esto debe ser un genio, dije, nada de cuadros esnob ni cursis, en sí me pareció una intervención, una declaración, y una auténtica obra de arte. Y recorrí el hotel ese, su calle, la iglesia del frente, la cuadra, la ciudad entera, colonial, antiquísima, con su gente con una tranquilidad escandalosa caminando con sus trajes milenarios Quiché y sus rostros originarios, bellos, latentes, algunos mestizos, infinidad de gringos, y todos allí derramando cultura por todas partes y todo era real y sincrético, de una identidad arrolladora que hasta los McDonald, Subway y Pollo Campero estaban obligados a respetar la tradición colocando en su fachada un ínfimo y endeble letrero con su marca, y todo me pareció tan perfecto que me odié por tener que volver a El Salvador con su bullicio y su atiborrada luminaria desechable, que si bien le tomé un cariño inmenso por la belleza de su gente, acusó más que nunca ser el reinado de la papa frita en que la gente se olvidó de sí misma y se negó hasta de caminar. Y más encima al día siguiente de mi retorno a San Salvador me encuentro con un salvadoreño de amplia cultura con un altísimo grado y enorme experiencia en instituciones internacionales, y que sin embargo me negó y me recontra negó que lo mapuches seguían existiendo. Entonces cómo explicar tantas cosas, y me doy cuenta que la gran línea de Alonso de Ercilla, “los unos jamás vencidos, los otros a vencer acostumbrados”, más que una reveladora frase con una enorme carga poética, evidenció una sentencia de futuro, que de tan acostumbrados dibujamos más que nunca el mundo según creemos y desestimamos el resto, y de tanto desestimar lo eliminamos por completo, más que si lo hiciera un exterminio, más que una guerra civil, porque en Guatemala vaya que hubo un terrible exterminio y sin embargo se puede caminar porque hay una identidad potente, y en Nicaragua vaya que hubo una terrible guerra civil y sin embargo se puede caminar porque hay una identidad potente.

Y aquí es donde tan bien lo señala Andrea Palet en su texto “El libro, esa cosa”, “Los nuevos consumidores no entienden la nostalgia cozy porque, a diferencia de los ricos, los objetos del pasado no les son gratos, les recuerdan la pobreza de la que han salido no hace mucho, y no reciben sino con callada perplejidad estas modas de recuperación esnob en que a la madera rota se le asigna más valor que al metal y el plástico relucientes”. Y caminé por las calles de Antigua, y me deslumbré con las infinitas cosas y telares que se desplegaban y te vendían por todos lados, cual de todas más bellas, y algunos te insistían sin jamás perderte el respeto, porque tu caminata libre es un derecho, y el calzarte cosas rústicas y desparramarlas con toda tranquilidad, también, porque no les recuerdan lo peor, y evidenciar lo que se es también es bueno. Y son derechos que tienes que defenderlos con el ejercicio, porque como en todo ámbito, el ejercicio cotidiano es la mayor defensa para enfrentar al tiempo, y a la historia, y vale para cualquier cosa. No es un asunto de propiedad, es ser, así como el Mapuche está más vivo que nunca, es identidad, es legado, es como un río, es como me contaron tantas veces Kimches y Papais al compás del fuego en mi Tirúa que extraño tanto, es el ser quién se pronuncia, es un canto originario y siempre latente.

Así es como la identidad y la memoria subsisten, y están escritas de cuerpo entero y en tiempo presente, es un lenguaje de raíces, es una forma de respirar que se ofrece y se impone sobre toda sentencia, con generosidad, y con ternura.

Marcelo Munch

www.portafoliomunch.blogspot.com

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