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Carabineros de Chile: cuentos de terror que no son cuentos. Por Paulina Morales A.

Mis recuerdos de infancia y adolescencia sobre Carabineros de Chile son deplorables. Estábamos en dictadura y vivíamos cotidianamente la violencia policial. La única excepción era el 27 de abril, día del aniversario de la institución, cuando un grupo de uniformados y sus perros policiales llegaban al colegio para hacer una demostración de la preparación e inteligencia canina a través de distintas piruetas.

Salvo esos breves minutos cada año, a mí Carabineros me daba terror. Eran parte de las fuerzas represivas y los atropellos a los derechos humanos parte de su temible prontuario. Representaban la represión permanente en las calles ante cualquier asomo de resistencia a la dictadura. Eran los responsables de crímenes atroces: los 15 hombres lanzados vivos y amarrados a los hornos de Lonquén; las decenas de detenidos desparecidos de Paine; Parada, Guerrero y Nattino degollados; Eduardo y Rafael Vergara Toledo acribillados por la espalda. También me intimidaba la mayor de Carabineros Ingrid Olderock, de la que circulaban historias de torturas y muertes salvajes.

Mi madre nos contaba que no siempre fue así. Recordaba que siendo niña sus padres le habían enseñado que si un día se perdía o tenía algún problema en la vía pública debía dirigirse a un carabinero, que de seguro la ayudaría. Vuelvo a rememorar esa historia tantas veces escuchada y veo cuán lejos estamos de ella, cada vez más. Porque ya no son solo esos y otros muchos casos horrorosos, sino también los de estos últimos 30 años, en que las violaciones a los derechos humanos siguen siendo parte del nefasto actuar y legado de la institución. Ahí están (y no están) Alex Lemún, Matías Catrileo, Camilo Catrillanca y tantos otros para dar testimonio.

En estas horas me pregunto qué le habrá dicho Fabiola Campillai a sus hijos. Qué le dirá Gustavo Gatica a sus futuros hijos. En estas horas aciagas me pregunto incluso qué le dirá Gonzalo Blumel a sus hijos cuando, quizás ya adultos, le pregunten por su actuar, por lo que hizo y por lo que no hizo, por lo que supo y por lo que no quiso saber, por el mal a cara descubierta y por el mal banal, como dice Hannah Arendt. No me pregunto, sin embargo, qué le dirán personajes como Andrés Chadwick o Víctor Pérez a sus hijos y nietos, porque su actuar en dictadura nos da la respuesta.

Me pregunto cómo podríamos enseñar el respeto por una institución con semejante prontuario. Y dejo constancia de que digo esto con profundo pesar, porque finalmente aquí nadie sale ganando, salvo los que conservan su impunidad y los que se la proveen. Las y los ciudadanos de a pie, la sociedad entera, nuestro atribulado país, en fin, todas y todos, salimos perdiendo. Nos quedamos con la rabia, la pena y la impotencia pegada en el alma. Nos paraliza el horror. Nos enmudece la violencia a mansalva.

Los espantosos hechos que hemos presenciado durante décadas, especialmente este último año, unida a esta larga historia del terror policial, no nos permitirán escribir una historia decente. No nos permitirán contar una historia digna a las nuevas generaciones. No hay una nueva historia que contar. Es la misma violencia policial de la dictadura, con nuevos métodos, armamentos y contingente.

Yo no puedo contar otra historia. A mí se me repite la dictadura con toda su violencia de forma permanente, despierta y en sueños. Año 1985: los degollados, el profesor Leopoldo Muñoz, único testigo del secuestro, internado grave en la Clínica Santa María. Año 2019: Gustavo Gatica, cegado en una protesta, internado en la Clínica Santa María. Año 2020: Anthony Araya, con múltiples lesiones tras haber sido arrojado al lecho del río Mapocho, internado en la Clínica Santa María. En este último caso, además, con todas las resonancias de cuando en la dictadura lanzaban cuerpos de opositores a ese mismo cauce.

Se repite también el guion posterior: Carabineros negándolo todo; que no fuimos nosotros. Que puede que sí, pero hay que considerar el contexto. Que, bueno, sí, pero igual un hombre o un joven desarmado, ya sea entrando a un colegio o protestando en la vía pública, es una amenaza inminente para un carabinero armado hasta los dientes. Que ya, sí, fue un carabinero, pero son responsabilidades individuales. Que se le pasó la mano (a quién no le ha pasado). Qué cual es el nombre del uniformado…

Se repite una y mil veces la respuesta del ejecutivo, antes y ahora. Francisco Javier Cuadra, Rodrigo Hinzpeter, Andrés Chadwick, Gonzalo Blumel o Víctor Pérez. Todos con el mismo argumento: qué los violentistas, que el orden público, que los pobres Carabineros, qué no hay que adelantar juicios. ¿Qué hay un video que muestra los hechos?, entonces habrá que esperar que la justicia investigue. ¿Qué si el gobierno presentará una querella ante la violencia policial? Por supuesto, pero ante la violencia policial de la que Carabineros es víctima; también para proteger los derechos humanos de supermercados y tiendas quemadas, de carros policiales atacados y de motos lazadas al río Mapocho.

Tristemente los niños, niñas y jóvenes de hoy tendrán una historia aún peor que contar. Fueron ellos los que hace un año nos despertaron con las evasiones en el metro. Nos remecieron con sus saltos de torniquetes y nos sacaron del letargo neoliberal concertacionista nuevamayorista derechista. Nos mostraron un camino, nos devolvieron la ilusión y la esperanza, aunque no sin tener que sufrir en carne propia la represión policial.

También la historia la está contando -muy a su pesar- Anthony Araya Alvear, puentealtino, que a sus 16 años ha experimentado la violencia policial más horrorosa al ser lanzado al cauce del río Mapocho por un efectivo de Fuerzas Especiales.

La historia la está contando asimismo Josefa Salgado Zambrano, también desde Puente Alto, que a sus 15 años es la reciente ganadora del premio al talento joven del concurso Santiago en 100 palabras. Su escrito se titula “Soy una pirata” y en pocas líneas cuenta la historia de una joven que espera atención médica en consultorio. Una niña que está a su lado le pregunta por qué lleva un parche en el ojo. Su madre, carabinera, la mira suplicando que no responda con la verdad a esa pregunta. Pero la verdad está en el relato mismo. Y cuando crezca, esa niña y muchas otras conocerán la respuesta.

Paulina Morales A.
Académica Universidad Alberto Hurtado

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