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El Coronavirus, no solo puso en jaque al sistema sanitario, sino que problematizó las relaciones humanas. Por Sonia Brito, Lorena Basualto y Andrea Berríos

El virus COVID- 19 (coronavirus), desconocido en sus efectos y alcances nos obligó a descubrir que, no solo existe interdependencia, interconectividad o hiperconetividad digital, virtual y electrónica, sino que estamos más interrelacionados de lo que creíamos. Hoy con el coronavirus, aun cuando estamos aislados o pseudos aislados físicamente, parece que estamos más vinculados que nunca pues, el designio es colectivo. Las conductas de los unos repercuten rápida y, exponencialmente, en los otros. Tímidamente, hemos levantado nuestras cabezas para hurgar en los comportamientos de otros. Aprendemos como siempre cuando la realidad nos golpea así, de improviso, sin estar preparados.

En estos momentos se caen todas las certezas al constatar que estamos más globalizados y mundializados de lo que logramos comprender. Un proverbio chino señalaba que “el leve aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo” hoy conocido como el efecto mariposa, concepto utilizado en la teoría del caos, que plantea que un mínimo evento (como el aleteo de una mariposa) en un lugar determinado, puede causar efectos amplificados, inusitados y de gran magnitud en otros lugares del mundo. Es decir, cualquier acción del presente puede repercutir en el futuro si existen ciertas situaciones con pequeñas variaciones, lo que tenderá a amplificarse, generando efectos impensables. ¿Si eso no es estar interconectados? No sé qué es. En este sentido, la intuición de McLuhan y su planteamiento de la aldea global se concreta en este mundo que se interrelaciona, donde las fronteras se cruzan con tanta facilidad para compartir males y bienes, temores y esperanzas, salud y enfermedad. Así, lo que empezó en China no tarda en llegar hasta los confines de la tierra, dejando al mundo anonadado, paralizado y atemorizado.

Si lugar a duda, ante esta pandemia nos hemos enfrentado a nuestra fragilidad humana. De alguna manera, hemos hecho el ejercicio ontológico de experimentarnos como seres inconsistentes, incapaces de defendernos ante lo desconocido. Economías, políticas, gigantes empresariales, imperios y soberbias personales se desvanecen ante la magnitud del problema. Así, nuestros cuerpos frágiles se confrontan con el poder de lo externo, nos creíamos imbatibles y de pronto situaciones como éstas nos enfrentan a nuestra debilidad, pero también a preguntarnos por nuestro estilo de vida, por la naturalización de una existencia vertiginosa, sin descanso que se sobre exige al punto de vivir para trabajar. Esa es la consigna: trabajo, consumo, exitismo, es lo que hemos aprendido.

También nos emplaza a mirar(nos), a reconocer nuestra ceguera intelectual y la fragilidad de la ecología humana a la que estamos sometidos producto de un sistema social y económico que nos lleva al máximo de nuestras fuerzas, y a colapsar nuestro planeta: tanta basura, irresponsabilidad estructural, deforestación, sobre explotación, incendios intencionales para fines económicos, entre otros. Esto ha ingresado a nuestro ADN a través de nuestras neuronas y se ha instalado en nuestros cuerpos que se han acostumbrado a la precariedad ambiental; respirando smog y, anhelando sentir el aire limpio, contemplar las noches estrelladas, disfrutar de climas templados. Hemos permitido, suscitado y desencadenado, ya sea por complicidad o por naturalización (implícita o explícitamente), el avance de los desiertos, aguas estancadas, deshielos, escasez de lluvia y toda crisis ecológica provocada por el extractivismo y la voracidad de un sistema económico irracional. Aun así, la naturaleza es sabia y nos coloca frente a nosotras/os mismas/os para que nos detengamos, nos refugiemos y permitamos que el planeta respire.

¿Seguiremos inexorablemente cabizbajos resignados, buscando el sustento sin preguntarnos si puede ser de otra manera? Pareciera que estas problemáticas y fenómenos, les importa a unas/os pocas/os, a las/los que no detentan (o detentamos) poder y chocan (o chocamos) con murallas de indiferencia y resignación ante un mundo que parece ir en otra dirección. También nos cansamos; algunas/os nos cansamos de llevar adelante un discurso humanista que aboga por la dignidad, la justicia y la fraternidad que no es escuchado por el mundo de la política, el empresariado y las elites, hasta que el cansancio estalla reflejándose en nuestras calles y, desde esta desesperanza germina la fragilidad social. De hecho, el coronavirus, no eclipsará la problemática social que vivimos como país, al contrario, develará aún más la inequidad. Pensemos que en estos breves segundos de lectura de esta columna muchos de nuestros compatriotas están sufriendo la precarización laboral, el hambre, la desesperación, la soledad, el miedo, el desabastecimiento, la falta de conectividad y el aislamiento. Y esto, es aún más potente para la población más vulnerable a la enfermedad, especialmente nuestros adultos mayores y, entre ellos, los más pobres.

En definitiva, nos enfrentamos ante la mayor de las fragilidades que son las relaciones humanas. Tantos años rehuyendo la mirada en los medios de transporte público o en las calles, viviendo la altanería de no necesitarnos. Tantos años manteniendo la distancia psicológica, aunque nuestros cuerpos transitaran por la ciudad unos pegados a otros, como en una fatalidad paradojal de no querer relacionarnos. Los dispositivos electrónicos, tales como el celular, tablet, computador o cualquier otra excusa, servían para no correr el riesgo de encontrarnos con la mirada del otro. Hoy, ante la imposibilidad de reunirnos y abrazarnos, nos surge la nostalgia de la vida diaria en el trabajo, en el colegio, la universidad, los espacios públicos y familiares, quizás ahora que no los tenemos los valoramos más. Sin embargo, en casa, con los nuestros, podemos descubrir que entre nosotros somos unos desconocidos, que nos cuesta compartir el mismo espacio, que siempre estamos enfocados hacia lo externo para no enfrentar nuestra realidad, en definitiva, el coronavirus se tornó no sólo en un problema de salud, sino también, en un problema de relaciones humanas.

Así, desde la fragilidad existencial, ecológica, social y de relaciones humanas, surgen tres palabras centrales: responsabilidad, inteligencia y solidaridad. Esto para cuidarnos, cuidar a otros, dar la pasada, agradecer, pedir permiso pues, somos responsables porque respondemos al prójimo y a nosotros mismos en la búsqueda del bien y el bien común. Para esto, se necesita una inteligencia cívica, que nos permita tomar conciencia de la realidad del otro, asumiendo la empatía existencial, intergeneracional y cultural. Lo anterior, nos permite ser más solidarios, concepto cuya etimología hace alusión a algo sólido y, esto es, la alianza de los distintos sujetos sociales que se unen para fortalecerse mutuamente, cuidarnos y cuidar a otros. Y ante tanta sociedad líquida, desechable y depredadora, es imperativo buscar los soportes sólidos, afectivos, duraderos y éticos que permitan romper la inercia del descuido, de la indiferencia y de la ceguera.

Repensarnos y reconstituirnos, es la tarea. Como dice el poeta cubano: lo más terrible se aprende en seguida y lo hermoso nos cuesta la vida.

Dra. Sonia Brito Rodríguez
Mg. Lorena Basualto Porra
Lic. Andrea Berríos Brito

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