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El “deber” de la universidad (Mirar al monstruo). Por Javier Agüero Águila

Trabajo en una universidad regional, privada y católica, es decir, reuniría todas las condiciones para no tener “derecho” a pronunciarme sobre lo que ha ocurrido en la universidad, quizás, más centralizada, pública y laica de este país: La Universidad de Chile (“la” Chile); nombre propio que expresa tanto y que por sí mismo concentra y expresa gran parte de una historia; lugar donde se ha experimentado con fórmulas de Estado, con crisálidas socioculturales que logran –o no– nacer, y en donde, además, las intervenciones de todo tipo no han sido breves adagios inspirados por una que otra partitura ideológica, sino que, por el contrario, serios y vertebrados intentos de expropiación de la idea de universidad misma.

Y esto podría resultar central: la universidad, en su sentido más extensivo, en su resolución más compleja al tiempo que indeterminada, es justamente lo imposible, lo que jamás podrá llegar a ser, es decir, su propio contrario. La universidad en esta línea no tiene forma, es sin figuración, y no podría ser comprendida más que desde cierta monstruosidad; monstruosidad que sería su salvación, su redención. Sin esta, digamos, constatación, todos los análisis, a mi modo de ver, no serán sino esquelas –en el sentido de aquella tarjeta que notifica la muerte de algo– humedecidas en el poliédrico espacio de la repetición; buenas y sanas críticas que no descansarán sino en la ciénaga pantanosa de lo que desde siempre se ha sabido re-configurar al ritmo de un síntoma que ha recorrido, espectralmente, la historia de un país que se reconoce, y lo siento, únicamente, en su petrificada tradición oligárquica. Que la universidad ha sido acechada, gestionada, capilarmente monitoreada o articulada como un espacio siempre sensible para que ideologías de todo tipo la perforen, bueno, nada nuevo; que la universidad sea la zona por antonomasia donde se permute, (parafraseando a Derrida en La universidad sin condición) el “derecho a decirlo todo” –sin concesiones–, otra vez: nada nuevo.

En todos sus tiempos, en todas sus épocas, en todas sus espacialidades y en cada alabanza política, la universidad no ha sido sino la región crítica para la reproducción de una dominación. Un artefacto, un dispositivo, un mecanismo de poder que, traspapelado tras la supuesta generación de conocimiento, urde una madeja que no transa ni se emparenta consigo misma, sino con aquello que le da su razón y su ser (Derrida, Las pupilas de la Universidad, 1997), esto es el canon de un tiempo, la consolidación de un sistema, la manera de construir una racionalidad específica y anclarnos de este modo a una herencia ominosa que despunta siempre hacia un “nosotros/as” y un “ellos/as”; a los/as que saben y a los/as que no saben; a los/as que fueron y no fueron a la universidad. Creo que si no somos capaces de asumir que quienes trabajamos en las universidades somos parte de una trama exclusiva en la que la resignificación permanente de la segregación y la adulteración del vínculo social no ha sabido sino acelerar la energía propia de una elite, pues, pienso, poco entendemos.

Por esto mi insistencia en clave derridiana: la universidad solo es posible ahí donde es imposible, donde no puede existir y donde el perímetro para que sus supuestos valores fundacionales se vean brutalmente borrados, arrojados a la intemperie de un tiempo que, desde lo inmemorial, solo ha sabido utilizarla como ortodoxia abyecta de los que han tenido, siempre, el listón. Lo que ocurrido en “la” Chile (me inquieta esta expresión que en sí misma demandaría análisis puesto que, creo, es el único momento en que Chile no es considerado desde la masculinidad que lingüísticamente lo ha legitimado, es su revés: “la” Chile) a propósito del escándalo sobre las supuestas tesis apologistas de la pedofilia, es un reflejo de lo que, considero, se ha descrito. Nadie querría ni querrá que en una universidad –publicada o privada, da lo mismo– se creen espacios institucionales para que discursos pederastas, nazis, apologistas de la tortura, en fin, cualquier relato de horror germine y legitime, en este caso, en un título de pre o posgrado. Pienso que esto no tiene sentido discutirlo porque sería entrar en una perorata moral que poco me interesa.

El punto, a mi juicio, es cuánto una universidad es capaz de resistir de cara a lo que ella misma no es; cuánto aguanta frente a un espejo que le devuelve una imagen desfigurada; hasta dónde la universidad, para ser universidad, debe saber habitar en aquella zona en la que no hay representación ni ubicuidad, ni tiempo ni espacio, solo monstruosidad. Y aquí la monstruosidad es el otro (o el porvenir).

“El porvenir sólo puede anticiparse bajo la forma del peligro absoluto. Rompe absolutamente con la normalidad constituida y, por lo tanto, no puede anunciarse, presentarse, sino bajo el aspecto de la monstruosidad” (Derrida, De la gramatología, 1967).

Lo monstruoso es el acontecimiento imponderable que no tiene posibilidad de ser calculado y, en esta línea, el acontecimiento y lo monstruoso se unen y reúnen en un principio sin forma e incluso sin concepto. Entonces la pregunta es ¿está la universidad preparada para su propio otro-monstruoso? ¿tiene la posibilidad de sacudirse las cadenas de la tradicional dominación y asumirse en la estremecedora arremetida de lo que no trae ni rostro ni sombra? No nos vamos, ahora, a impresionar de que los neuróticos medios de comunicación quieran penetrar una universidad como “la” Chile apostando por una imantación ultra-derechista y neoliberal que la desfonde; tampoco de los clásicos poderes fácticos que ven en la aparición de estas tesis una posibilidad para esterilizar la denuncia, la re-nuncia, la crítica y el desborde de la tradición. Todo esto siempre ha estado ahí y no es propio del modelo neoliberal, sino de una historia completa.

Tampoco resulta novedoso que a una académica del calibre de Olga Grau se le quiera acicalar con todo tipo de fetiches y lugares comunes de mal gusto que no buscan más que fosilizar a un pensamiento que no pueden enfrentar sino desde la más burda y abyecta descalificación. Olga Grau no debe dar ninguna explicación, pero ninguna, y todos y todas los que de alguna manera investigamos tenemos el deber de blindarla de esta bandada de cuervos millonarios perforadores del porvenir.

En fin, como decía al principio, trabajo en una universidad regional, privada y católica, no es un paraíso (qué universidad lo es), pero no me restringe ni me agobia. Pero esto no es lo relevante. Lo que sí lo es, es que todas las universidades, no solo “la” Chile, deben saber enfrentarse a lo que no son, a su imposible imposibilidad.

Abogar por este derecho, el derecho a dejar venir al monstruo que no emerge, sino que cae verticalmente radioactivizando todo, es, pienso, nuestra indeterminada, urgente e inmanente responsabilidad.

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