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El despertar de una nueva ciudadanía: día 0. Por Felipe Quiroz Arriagada

La pandemia del Covid 19 ha dejado de manifiesto la fragilidad de un conjunto de creencias que resultan producto de la forma de vida hipermoderna, extendida en el mundo entero.

Entre ellas, la omnipotencia del Mercado para la solución de toda dificultad. En efecto, es la empresa la que hoy debe acudir al Estado para sobrevivir, en las actuales condiciones de emergencia sanitaria global. Por supuesto, no será ella sola la que resuelva la crisis económica que viene incluida, inevitablemente, con la pandemia. Si se justificó el culto al Mercado en función de tal omnipotencia, el fracaso de esta implica, razonablemente, la posibilidad de cuestionar la omnipresencia de los valores impuestos por el modelo hasta en el más mínimo detalle de la existencia humana.

Respecto de ello, tales valores se sustentan en la paradojal creencia colectiva de que no existen valores colectivos que rijan la interacción entre las personas en la actual forma de sociedad globalizada. Se desconoce, con esto, que el individualismo no ha sido nunca fruto de la decisión del individuo, sino que se trata de una forma de vida que, al no haber sido elegida, ha sido necesariamente impuesta en la cultura.

En paralelo, se viene confundiendo peligrosamente la validación ética de las diferencias con la demanda (y aquí el término en su connotación económica es, también, pertinente) de una sociedad al gusto y capricho de cada consumidor.

Lo primero representa uno de los desafíos más importantes de la época y refiere a la necesidad de fortalecer el diálogo intercultural, en circunstancias globales donde la amenaza de la hegemonización acecha de forma constante. También implica el reconocimiento de las minorías, y de las diferencias entre las personas como un aspecto esencial del convivir humano y, por lo mismo, necesario de proteger. Ambas perspectivas resultan piedras angulares de la ética contemporánea.

Pero, lo anteriormente señalado refiere a un fenómeno muy distinto. El profundo desprestigio de la política trasciende a la inoperancia de los partidos, y manifiesta algo de carácter mucho más profundo: la crisis del sentido de lo público, de lo colectivo, de la polis, de la república. En efecto, el fracaso de los partidos es producto de esta crisis más profunda, y no al revés.

Aquí en Chile, experimento pionero de la forma de vida neoliberal, tal desprestigio se ha fomentado, cultivado y perpetuado desde la misma política educativa hasta los medios de comunicación. Al ciudadano se lo ha privado, sistemáticamente y por décadas, de la educación cívica básica para que se pudiera comprender la importancia de la participación política activa, tanto en los espacios públicos como mediante el sufragio. Con esto, se ha despojado de su valor a la forma de convivencia democrática, a la construcción colectiva de significados y experiencias. Nos ha hecho ajenos a nuestro propio hábitat compartido. Nos ha alienado, tanto de nuestros semejantes, como de nosotros mismos como seres intrínsecamente sociales que somos.

Ante este escenario, si la siembra histórica reciente ha sido neoliberal, es necesario cuestionar en profundidad cual es la naturaleza de tal particular cosecha. El estallido social reciente se produce en Chile, así como en varias otras partes del mundo, debido a la inequidad y precariedad que el modelo perpetúa en diferentes áreas de la vida social, tales como la salud, la educación, el sistema de pensiones, el trabajo, el trasporte, etc. Pero estos problemas son efectos y no causas. Y si queremos dar solución a tales efectos, sin dejar el futuro de esas soluciones al azar y la arbitrariedad, o sea, si queremos articular la idea de un proyecto de país, es necesario profundizar en las causas de tales problemáticas.

Estas causas se encuentran en el tipo de ser humano que fomenta el modelo y, en aun mayor hondura, el espíritu nihilista de esta época. Tal tipo humano se construye mediante una forma de interacción que obliga a transformar la convivencia en competitividad, y en un tipo de competitividad que se orienta exclusivamente hacia el logro del bienestar material, debido al fomento desmedido del consumo. El nihilista hipermoderno no solo está despojado de ideal alguno mediante el cual significar su existencia, sino que se constituye psicológicamente desde la imperiosa necesidad de reemplazar tal vacío mediante la actividad desenfrenada del consumo, así como, en otros casos, mediante su producción y el poder material que este genera. En el paroxismo de este proceso de alienación, la personalidad se identifica a sí misma como producto, ya que, es a esto a lo único que se le adjudica valor en el mundo de interacciones entre los seres humanos, en tal contexto ideológico. Por esto, no es extraño el nivel superlativo del carácter narcisista, hedonista e individualista que abunda entre las personas del mundo contemporáneo. A ello ha sido arrojado tal individuo, de forma silente, implícita y subterránea, pero, también, innegablemente y sin ninguna contemplación, mediante todas las expresiones de la cultura capitalista, tanto las oficiales como las extraoficiales.

Así, al enfrentarse el sujeto a las promesas rotas del sistema de valores que lo ha formado, al sentirse naturalmente defraudado, estafado, manipulado y violentado, ¿cuál será la naturaleza de su demanda?, ¿por dónde debe partir su reivindicación?, ¿cuáles las primeras batallas que debe enfrentar?, ¿ante qué primeros enemigos de su libertad debe encarar? En cualquier caso, debe posicionarse ante aquello que habita en la intimidad de su propia consciencia. Pero tal desafío es enorme, pues lo que se debe aprender con urgencia es a vencer desde adentro al solipsismo que no lo deja compartir hacia afuera. No lo puede hacer solo, porque lo que necesita aprender es a dejar de estarlo. Y para esto, no sirve cualquier forma de multitud; se requiere comunidad. ¿Y esta se da de manera espontánea e instantánea? Nada exige más proceso.

Nada está más vinculado con el Ser que el tiempo. Pero no existe acción más efectiva contra la artificialidad del construir consumo que la naturalidad del cultivar comunidad, entre seres que son, en esencia, sociales, y no nihilistas. La trasformación profunda que la sociedad chilena actual ha demostrado querer realizar implica un desafío que en realidad es doble: el de transformar, transformándose. Lo primero no se logrará sin lo segundo. Cuando la historia nos interpela lo hace también, y, en primer lugar, desde adentro.

Mg. Felipe Quiroz Arriagada.

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