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El valor de nuestros adultos mayores en una sociedad líquida. Por Sonia Brito, Isis Pizarro y Lorena Basualto

Los adultos mayores deben ser protegidos, cuidados y amados, es la consigna de estos tiempos de COVID-19.

Su protagonismo mediático a causa de su vulnerabilidad ha hecho que nuestra mirada se vuelque hacia ellos y, quizás como nunca, valorar su vida y aporte a la sociedad, pues constituyen una institución viva. Es así, como nuestros adultos mayores tienen el patrimonio de la cultura, de la tradición y de la sabiduría, son nuestro cable a tierra, nos conectan con la sociedad sólida, pues viven y observan la vida con ojos profundos de quien ve lo invisible: tienen menos vista, pero más visión.

Son aquellos que transitaron por el siglo XX, supieron de guerras y golpes de estado, son los que abrieron caminos para las nuevas generaciones y enfrentaron los desafíos del siglo XXI con asombro. Fueron una generación golpeada, hombres y mujeres que se formaron a pulso, que construyeron posibilidades con sus manos, con martillos, con artesas, con carbón, con frío en los huesos, a pura porfía, a fuerza de trabajo. Por este motivo, su contemplación panorámica de los fenómenos políticos, sociales y culturales, son tan valiosos pues, conocieron la historia del Chile en blanco y negro cuyos progresos y retrocesos experimentaron. Algunos conocieron a Carlos Ibáñez del Campo, Pedro Aguirre Cerda, diferencian claramente a Alessandri padre de Alessandri hijo, son analistas políticos; conocen cuanta revolución, política pública, gobiernos de diversos colores políticos y vaivenes de la economía haya existido; junto a ello, enfrentaron epidemias, pandemias y vacunas, además de resistir la tuberculosis (coqueluche), el cólera y el parto sin anestesia.

Son hombres y mujeres de radio, que conocen el arte de la escucha y el valor de la palabra empeñada. En el pasado, esperanzados de buenas noticias, a la espera del cartero y temerosos de los telegramas, confiaban y se entregaban al devenir de la vida, sin saber cotidianamente de sus familiares lejanos, asumiendo labores de casa, largas jornadas de trabajo y transitando por el barrio como espacio posible de conocer. A su vez, la vida les ha enseñado a calibrar y a medir a las personas con una especie de intuición casi de clarividencia y nunca se equivocan. A menudo desconfían de quienes usan cuello y corbata o alhajas, pues las joyas y la elegancia son para las fiestas. Tienen una simpleza sofisticada, todo lo saben, lo han encarnado con la vida, con los dolores, con las pérdidas y las tristezas, por eso, acompañan los duelos y tienen la palabra justa para los deudos.

Desarrollaron a través de la vida la sabiduría del autocuidado y la armonía con la tierra, pues saben discernir las variables climáticas, si hay nubes en el sur, llueve, nos enseñaron el adagio popular: norte claro sur oscuro, aguacero seguro; y con esa intuición no es necesario ver el tiempo en la televisión para resguardarse de la lluvia y preparar las clásicas sopaipillas. Además, son cuidadosos/as con las corrientes de aire, pues advierten que nos resfriaremos o nos dará torticolis; también están al tanto que, la cabeza y los pies se constituyen en el termostato del cuerpo. Saben curar con las manos, sacar el empacho, quebrar el espinazo, santiguar, bajar la fiebre acunando, saben de la utilidad de cada hierba medicinal y un sinnúmero de sanaciones ancestrales. Son porfiados, porque ya se equivocaron.

Valoran la familia como un tesoro. Vivieron las familias extensas, la familia numerosa, cuidan hijos ajenos, tienen innumerables ahijados, allegan y arropan a cuanto pariente ande desprovisto de casa, de plata o de comida. Conocen el estado anímico de cada integrante de la familia, saben cuándo una mujer está embarazada o, si alguien está enfermo del estómago o, si se van a resfriar o, si tiene pena, se adelantan a los acontecimientos, los adivinan. Para ellos, el colchón es el lugar más seguro para guardar sus ahorros, esa sí que es sabiduría, tampoco en eso se equivocan.

Algunos sin saber leer y escribir, valoraron la educación de los suyos y supieron distinguir perfectamente entre instrucción y formación/educación. Además, tuvieron la intuición que la educación era una posibilidad de movilidad social, por eso insistían en los valores del respeto a los mayores, de la responsabilidad en el trabajo y en la escuela y fueron los que nos enseñaron que a los profesores se les respeta.

Son aquellos que multiplican los panes, el arroz, los porotos, la cazuela, los que mantienen el sabor y el aroma del recuerdo. Practican la acogida como un valor imperecedero, de tal modo, que la casa puede ser pequeña, pero el corazón grande y cuando llega alguien, es cosa de echarle más agua a la sopa, la mesa es para todas/os. Son ecológicos, aún tienen los sillones, la cama, el comedor, los cubiertos, la loza, los vasos y copas de siempre y, que dejarán como en una posta a algún familiar que esperan perpetúe la tradición familiar de los recuerdos.

Utilizan palabras del Mapudungun, mezcladas con francesas castellanizadas. Dicen “fulano” para referirse a una persona que no les gusta, “zutano y mengano” para generalizar de quien no conocen el nombre, “quiubo” para preguntarte cómo estás, “veterana/o” para referirse a sus coetáneas, “descuido” aludiendo al embarazo no deseado, “cumucha” para la aglomeración de personas, “funcia” para referirse a un problema y “zangolotearse” cuando se mueven mucho a causa de una micro o un baile. También, usan los dichos para enseñar, los cuales quedaron grabados a fuego en las conciencias como: “hay que sembrar para cosechar”, “hay que tener las manitos trabajando en algo para que no se la lleve el diablo”, “hay que cultivar la hierbita de la paciencia” o “nadie sabe para quién trabaja”, entre muchos otros.

La vida se les ha quedado dibujada en su rostro, en su cuerpo, en su caminar, con surcos únicos y singulares, que permite leer como en un libro su trayectoria de vida. Hoy se ha enlentecido el caminar, la vista se les ha acortado, sin embargo, tienen la práctica de conservar los afectos y de acompañar, tienen la palabra justa, son nuestra certeza, la seguridad de que se puede, que los obstáculos nos hacen más fuerte. Saben que todo dolor pasa con el tiempo, que el tiempo todo lo cura, ya se equivocaron, se perdonaron, los perdonamos, ya hicieron su síntesis, lo que se traduce en sabiduría. Son los que exigen menos, sin embargo, tienen altas expectativas que los frutos de los afectos florecerán, con la convicción de la tarea cumplida. En definitiva, son nuestro cable a tierra, la historia contada en primera persona, son quienes con su presencia están en la resistencia, para que lo sólido -los afectos-, no se licuen hasta hacerse todo prescindible y superfluo. A su vez, los adultos mayores crearon instituciones sólidas, de noble tradición: la familia, el club deportivo, el centro de madres, la junta de vecinos, el partido político; pues no se contentaron con lo desechable, sino que han luchado por lo imperecedero.

Cuidemos y amemos a nuestros adultos mayores, conscientes que existe una tremenda deuda histórica: un sistema de salud de calidad, jubilaciones justas, posibilidad de esparcimiento, espacios públicos inclusivos y el respeto como sujetos históricos de cambio (se lo merecen) y, sobre todo, colocarlos al centro de la vida familiar. Pues, como afirmó en su momento el cineasta sueco Ingmar Bergman: “envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”.

Un homenaje a la vivencia, a la persistencia, a la reminiscencia, escuchemos la sabiduría, dejémoslos en el centro de nuestras vidas, ellos, nos entregan su existencia vital. Sus relatos, son la historia y la memoria viva del país, contada por las/los propios protagonistas.

Dra. Sonia Brito Rodríguez
Mg. Lorena Basualto Porra : Lic. Isis Pizarro Brito

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