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Emergencias, crisis social y democracia: ¿existe en Chile un Estado de Derecho? Por Bernardo Toro Vera

La pandemia del Covid-19 (provocada por el coronavirus SARS-CoV-2) ha abarcado dimensiones diversas en cuanto a su impacto. Qué duda cabe que ha alterado la actividad cotidiana no sólo de personas, sino también de instituciones: desde cómo estornudar en público (ya no sólo basta taparse con la mano, por ejemplo), hasta cuáles son nuestras capacidades de interactuación en sociedad.

La emergencia múltiple también ha llevado a tomar acciones inusuales por parte de las autoridades de diversos países, a través de la actualización de los llamados estados de excepción constitucional, para salvaguardar la seguridad de la sociedad. Esto requiere el actual Estado constitucional de Derecho, integrando al reconocimiento del Estado de Derecho, los derechos humanos y la democracia como triada esencial que completa la ecuación de bienestar de una sociedad.

El Derecho determina el rol que cumplen las instituciones del Estado, y -con mayor especificidad- las autoridades y diversos funcionarios públicos; pues, así como quienes somos simples ciudadanos estamos sujetos a derechos y deberes, también quienes cumplen el rol de autoridades y funcionarios públicos están sujetos a límites en su actuación. De esto se trata el Estado de Derecho. Estamos frente a una noción clave que explica la gran característica que le da origen, desde el fin del Estado absoluto a partir de la revolución francesa de 1789: el cumplimiento de las actividades de las autoridades públicas, de conformidad con el mandato establecido por la Constitución Política y demás normas jurídicas, incluso internacionales; ya no bajo la voluntad arbitraria del gobernante (rex facit legem), sino que bajo el procedimiento riguroso previamente establecido por el legislador (lex facit regem).

En teoría, y cuando uno revisa la Constitución aún vigente, Chile vive bajo el Estado de Derecho; por lo menos así lo señala el artículo 6° de dicho texto, especialmente en la primera parte de su inciso primero: “Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ella, y garantizar el orden institucional de la República”; claro, hay unanimidad, tanto nacional como internacional, de que no hay ningún párrafo de la Constitución vigente que diga expresamente que Chile es un Estado de Derecho (como sí lo hacen, por ejemplo, las Constituciones de España y Alemania), aunque ahí está; a partir de aquello, las autoridades públicas tienen que realizar ciertas actividades (llamadas imperativas u obligatorias) o con la posibilidad de realizarlas si así lo desean (llamadas facultativas); ejemplo de las imperativas es la obligación del Presidente de la República de dar cuenta pública anual del estado del país ante el Congreso, y de las facultativas es la de nombrar a los Ministros de Estado. Generalmente, desde el término de la dictadura cívico-militar, las autoridades, salvo escasas excepciones, han actuado conforme a un ordenamiento jurídico, cumpliendo con el mandato básico del “principio de legalidad constitucional” (o “de clausura del Derecho público”); esta es la acepción inicial del Estado de Derecho, reconocido en su fase “liberal”, y que operó desde el siglo XIX hasta las primeras décadas del siglo pasado. Por lo menos, esto es lo que actualmente invoca toda autoridad en nuestro país: las instituciones funcionan, los actores públicos realizan sus actividades conforme a las disposiciones de las normas jurídicas, por lo que, en conclusión, en nuestro país permanece incólume el Estado de Derecho. Algo que, en todo caso, bien podría quedar en entredicho a propósito del reciente conflicto de competencias entre las funciones del Estado al proponer el gobierno de Piñera una “comisión de expertos”, que, con el Congreso Nacional, establezca una serie de criterios y procedimientos con el objeto de “afinar y perfeccionar los criterios con los que el Congreso determina la admisibilidad de proyectos de ley”, que ya ha tenido respuesta contraria en el Senado (tanto de su mesa directiva, como de otros integrantes de dicha corporación).

Sin embargo, desde mediados del siglo pasado, el tamiz, a nivel mundial, del cumplimiento del Estado de Derecho agrega un elemento esencial: los derechos humanos, pero de forma completa; no algunos derechos, todos los derechos. Si hasta inicios del siglo pasado los deberes del Estado se remitían a una actitud pasiva, que sólo pasaba desde asegurar que cada persona realizara sus actividades, desde el constitucionalismo social de 1917, y más aún, con el surgimiento del Derecho internacional de los derechos humanos tras la Segunda Guerra Mundial, en adelante el deber del Estado es de respeto y consagración de los derechos humanos, incluidos los económicos, sociales, culturales y ambientales, y asegurar la operatividad de estos, a través de decisiones directas y activas; como ha dicho el tratadista alemán Reinhold Zippelius, las garantías de libertad e igualdad son enriquecidas por la idea del Estado social, que postula la realización de justicia social, la creación de condiciones reales para el desarrollo de todas las personas, y el establecimiento de la igualdad de oportunidades para todos.

Esto no se trata de un recurso retórico, sino de un principio constitucional, por un lado, y de obligación internacional para el país, del otro. De lo primero, de lo constitucional, se indica en una reforma algo ya vieja, de 1989, pero no siempre recordada: la del inciso segundo del artículo 5° de la Constitución, aquellas reformas arregladas entre la vieja Concertación y los entonces últimos estertores (formales) de la dictadura cívica-militar, post plebiscito de 1988, que limitó la soberanía del país (por tanto, las facultades y potestades de las autoridades públicas) a los derechos humanos; de lo segundo, lo internacional, que el propio inciso reformado (y vigente) establece también los tratados internacionales de derechos humanos de los cuales Chile es Estado parte y que se encuentren vigentes. Las manifestaciones por hambre y necesidad económica, así como la instalación de las ollas comunes, aunadas a las demandas sociales que se suscitaron desde octubre del año pasado, han demostrado lo lejano que está Chile en el cumplimiento de los derechos humanos como parte integral del Estado de Derecho.

El tercer elemento de esta triada, como señalé, es la democracia. Aunque pareciera que la democracia sólo opera en los actos eleccionarios, o por lo menos así se ha tratado de convencernos a través del discurso de la democracia representativa, lo cierto es que la actualización (producto de la pandemia generada por el Covid-19) en la utilización de los estados de excepción constitucional a discrecionalidad por parte de muchos gobiernos, incluyendo al de Sebastián Piñera, nos lleva a comprender que la democracia pasa por el parámetro, a la luz del escrutinio público, del ejercicio de las funciones de las diversas autoridades. Los estados de excepción constitucionales tienen por fin de defender el orden constitucional, para mayor beneficio de la ciudadanía; sólo desde este prisma se comprende que se restrinjan ciertos derechos, y que se realice el ejercicio de facultades exclusivas por parte de las autoridades. Con todo, los estados de excepción, a su vez, tienen excepciones, señaladas tanto en nuestra Constitución vigente, como en ordenamientos internacionales obligatorios para Chile (como el sistema regional americano de derechos humanos, o el de la ONU): sólo se aplican para ciertos derechos, durante un lapso determinado, acorde con el estándar internacional de los derechos humanos, y permitiendo la permanencia de las garantías que permitan acudir a los tribunales cuando las autoridades vulneren los derechos no exceptuados (rol encargado a las acciones constitucionales -conocidas como recursos- de protección y amparo).

Pero, la democracia también se expresa a través de los gestos que las autoridades realizan en este mandato, que deben responder a la proporcionalidad con relación al fin que se persigue: bien ha señalado la reciente Resolución 1-20 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (“Pandemia y Derechos Humanos en las Américas”, de abril de este año) que, aún en los casos más extremos y excepcionales donde pueda ser necesaria la suspensión de determinados derechos, el Derecho internacional impone una serie de requisitos –tales como el de legalidad, necesidad, proporcionalidad y temporalidad– dirigidos a evitar que medidas como el estado de excepción o emergencia sean utilizadas de manera ilegal, abusiva y desproporcionada, ocasionando violaciones a derechos humanos o afectaciones del sistema democrático de gobierno. En este sentido, son inconcebibles los gestos del gobierno actual, dirigidos a amedrentar en exceso a la población, so pretexto de controlar la emergencia pandémica actual: tanto en el uso de los grupos de élite del Ejército (los “boinas negras”) para verificar el cumplimiento de la cuarentena obligatoria, como la intención de otorgar a las mayores facultades fiscalizadoras a los guardias municipales (proyecto que fue retirado temporalmente, ante las objeciones al mismo presentados por la Contraloría General de la República), o la represión policial ante las legítimas demandas sociales ante la miseria que ha demostrado la actual crisis, aunque desatada a partir del estallido social de octubre del año pasado, y cuya resolución y demandas se encuentra pendientes de resolver de forma cabal, además de promover penas de cárcel a quienes infrinjan la cuarentena (justo después de haber establecido una reforma para otorgar beneficios penitenciarios, precisamente por el riesgo al contagio del Covid-19 durante el confinamiento de cárcel). Peor aún: si bien paralizado en su trámite legislativo, el Ejecutivo insiste en impulsar una reforma a la Agencia Nacional de Inteligencia, bajo parámetros que lesionan los derechos humanos, al entregarle al gobierno herramientas excesivas en su aplicación, lo que podría perfectamente ser utilizado para reprimir el movimiento y la protesta social, a la luz del proceso de que aún se encuentra pendiente, incluyendo el eventual proceso constituyente.

La relación entre derechos humanos, democracia y Estado de Derecho esta tan imbricada, que la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, señala en el inciso tercero de su Preámbulo que se redactó “Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre -y la mujer- no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. Es decir, el supremo derecho a rebelarse en contra de un gobierno que rompe el Estado de Derecho, viola a los derechos humanos y no respeta la democracia (tanto en sus formas como en su contenido), es norma de Derecho internacional. Este es el derecho supremo al cual ha recurrido desde octubre pasado el pueblo chileno, derecho que se ha intensificado desde entonces con la actitud indiferente del actual gobierno y de gran parte del poder legislativo, empeñados en intensificar los recursos represivos, en vez de solucionar las demandas sociales y resolver con verdaderas políticas de Estado la actual crisis pandémica, y con ello seguir lesionando la democracia y los derechos humanos, negando la existencia plena en el país de un verdadero Estado de Derecho.»

— berjotorov@gmail.com

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