Muchos voceros del Rechazo han argumentado -a través de notas periodísticas y algún que otro artículo, pero con mucha fuerza en redes sociales- que la propuesta de nueva constitución en Chile responde a una visión “marxista”. Más aún, algunos/as se han atrevido a ir más a fondo y hablar incluso de “posmarxismo”. Según la descripción que hacen, esta corriente sería una especie de mutación del marxismo, también denominada “marxismo cultural”, la cual ya no tiene por objetivo principal incidir en las estructuras de poder socioeconómico sino más bien en las dinámicas culturales, entendidas como las formas de concebir la sexualidad, los géneros, las cuestiones raciales y las instituciones sociales básicas, como la familia. Por ende, los grupos feministas, LGBTIQ+ y otros movimientos de representación identitaria serían la expresión más genuina de esta nueva corriente “solapada” de marxismo.
Para responder a estas lecturas, lo indicado es recurrir a las fuentes. Recordemos que el posmarxismo responde al aporte de los filósofos Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, quienes se tomaron de ciertos elementos fundamentales del marxismo tradicional -como el lugar del sistema capitalista en la configuración social, la existencia de conflictos de poder entre clases y la necesidad de establecer prácticas políticas más allá de sus configuraciones elitistas- pero desde nuevas claves críticas frente a las visiones más ortodoxas dentro de dicho marco filosófico, a saber: que hay más sujetos políticos que el proletariado, que los conflictos sociales no son sólo por temas de clase sino por un conjunto más amplio de reivindicaciones y demandas (género, etnia, edad, religión, cultura, raza), y que lo político no se constituye como un movimiento pendular entre un grupo de poder y otro dentro de la institucionalidad estatal sino que representa un proceso de transformación dentro de la sociedad como un conjunto, a la luz de las cambiantes demandas de la diversidad de agentes que la componen.
Hay algunos puntos centrales que los sectores del Rechazo destacan sobre la supuesta vinculación entre nueva constitución y posmarxismo. Primero que, así como esta corriente plantea la necesidad de una “nueva hegemonía” desde sectores más diversos de la sociedad, la constitución instaura una hegemonía desde los “nuevos grupos identitarios” (comunidades indígenas, feminismos, sectores LGBTIQ+, entre otros), desplazando el lugar de “las mayorías”. En otros términos, se impone una hegemonía de las minorías por sobre las mayorías. Ligado a esto, en segundo lugar, se sugiere que la constitución responde a una “política de las identidades” que fortalece la dispersión de las partes por sobre consensos más amplios, a través de la inclusión de temas como medioambiente, pueblos indígenas, derechos sexuales y reproductivos, diversidad sexual, entre otros, lo cual va en detrimento del afianzamiento de “principios fundamentales” como democracia, justicia, orden, seguridad, entre otros. Finalmente, se indica que el posmarxismo favorece una política del conflicto en lugar de una política de la racionalidad y consenso políticos, respaldando la destrucción de las instituciones, sistemas políticos y garantías jurídicas, tal como se vería reflejado en el texto convencional.
A esta lista, algunos sectores cristianos -tanto evangélicos como católicos- agregan un elemento: el supuesto “anti-cristianismo” reflejado en la nueva constitución. Además de poner sobre la mesa que el marxismo ha sido históricamente anti-religioso y anti-cristiano, se indica que las ideas de laicidad y libertad religiosa en la propuesta constitucional conllevan una vulneración de la cristiandad como expresión mayoritaria. Una de las notas emitidas por una organización católica sobre este supuestos posmarxismo constitucional dice: “Aun considerando la fuerte secularización de las últimas décadas, Chile sigue teniendo culturalmente vestigios de cristiandad.” De aquí se anexa el problema con las “identidades religiosas”: ¿cómo puede ser que hablemos de laicidad en un país mayoritariamente cristiano, permitiendo incluso la presencia de “cultos indígenas” en la Constituyente? ¿Por qué dar la misma garantía a pueblos indígenas y comunidades cristianas, si estas últimas son claramente mayoritarias?
La apelación a este “fantasma (pos)marxista” detrás de la nueva constitución tiene simple y llanamente una intencionalidad propagandística y desinformativa. Como si los y las constituyentes hubieran leído a Laclau y Mouffe para elaborar su deliberaciones. Una cosa es plantear la posibilidad de una lectura o análisis posmarxista del proceso constituyente desde “afuera” que identifique puntos comunes, así como es también viable hacerlo desde el liberalismo, el comunitarismo, el republicanismo y otras corrientes. Pero una cosa muy distinta es decir que la nueva constitución tiene una base posmarxista en sus orígenes. Ello no es más que fake news para instalar el pánico moral de que el comunismo y el marxismo están detrás de este proceso.
Estas ideas nacen de una errónea (y malintencionada) lectura del llamado posmarxismo, ya que, si remitimos a los trabajos de Laclau y Mouffe, encontraremos algo muy distinto de lo que se promueve desde estos sectores. Por ejemplo, la idea de hegemonía en estos pensadores va por un camino muy distinto del supuesto “pensamiento único” de las “minorías”, como se insinúa. La hegemonía no se establece por una voz particular que se impone al resto, sino más bien por una “representación” que está sostenida y legitimada en el marco de un conjunto diverso de voces. Sin esa legitimidad por parte de todas las partes, no hay hegemonía. Más aún, ella está todo el tiempo “en evaluación” (y, por ende, a prueba) desde el diálogo e intercambio con las partes. Si dicha representación pretende imponerse por sobre la posición de otros/as, entonces se transforma en tiranía. De esta manera, cuando se habla de hegemonía, en realidad se refiere a la fundación de un espacio político dinámico y en contante movimiento, donde los mecanismos institucionales no sirven al monopolio de la voz de turno sino a un proceso constante de revisión, diálogo y debate.
Por ello, se equivocan quienes hablan de “conflicto” en el posmarxismo como promoción de violencia. Para esta corriente, el conflicto refiere a la tensión constitutiva de todo espacio de diálogo. Aquí Laclau y Mouffe reaccionan a ese idealismo liberal de los consensos, donde las verdades establecidas en en el campo político cobran una especie de sustancialismo que sobrepasa las partes, como si ellas no refieran también a un particularismo que necesita ser revisado y hasta cuestionado. En esta dirección, Mouffe hace una diferencia entre antagonismo y agonismo: mientras lo primero tiene que ver con una lucha entre dos sectores que se adjudican la verdad absoluta, el agonismo plantea que la verdad no le pertenece a ningún grupo en particular, por lo cual el debate e intercambio político es inevitable y necesario para encontrar puntos comunes. Dicho intercambio es conflictivo en el sentido positivo: hay que discutir, aprender a cuestionar y saber que las verdades no son objeto de posesión sino marcos dables al cambio a través del diálogo.
El posmarxismo es un fuerte crítico a la “política de las identidades”. En los textos más clásicos de Laclau y Mouffe desde los ’90 se cuestionan temas como el peligro de pasar de un “absolutismo de lo Único” (donde una visión particular de la realidad se impone al todo) a un absolutismo de las partes (donde cada grupo, voz y perspectiva se cree poseedora de la verdad absoluta, sin posibilidad de diálogo e incluso autocrítica desde el intercambio con el otro/a). Precisamente lo político, para estos autores, tiene que ver con la búsqueda de horizontes que van más allá de las especificidades, y que sirven para articularse en causas y demandas comunes. Ideas como democracia, pueblo, inclusividad, Estado, lo social, Constitución, son instancias que no pueden ser comprendidas desde un concepto único para imponerse al todo. Más bien, son marcos de sentido que impulsan búsquedas que abren al encuentro y al diálogo desde marcos políticos más amplios. El propio proceso constitucional establece un espacio de garantía política y jurídica que incluye a todas las voces, dando lugar a muchas que han sido históricamente silenciadas por aquellas que, al atribuirse mayoría, se creían únicas; al mismo tiempo, posibilita consensos desde marcos más amplios, sin que una de ellas se imponga sin previo intercambio. Enmarca las particularidades en mecanismos que las excede e incluye al mismo tiempo. Lo que al final molesta de la “cuestión identitaria” en la nueva constitución es simple y llanamente el hecho de la inclusión de grupos históricamente excluidos, no el hecho de lo identitario en sí. ¿Acaso el cristianismo, el liberalismo, el republicanismo no son también marcos identitarios particulares? ¿Qué les da mayor legitimidad para entenderse con mayor peso que otras expresiones?
Finalmente, es también un mito que el posmarxismo sea anti-religioso o anti- cristiano. Chantal Mouffe es de las pocas pensadoras que hace décadas cuestiona el laicismo francés (visión preponderante en la teoría política sobre laicidad en América Latina), afirmando que el Estado laico no puede ser “neutral” con respecto a las religiones y espiritualidades, sino que debe incluirlas en un espacio agonístico de diálogo democrático con todas las partes que componen una sociedad. Ernesto Laclau, por su parte, ha desarrollado incluso algunas reflexiones en torno al aporte de la mística cristiana -más concretamente desde el Maestro Eckhart- para pensar la necesidad de lo político como un elemento transformativo.
En resumen, la instrumentalización de la supuesta presencia (pos)marxista en la nueva constitución por parte de sectores religiosos no es más que una reacción al cuestionamiento de la hegemonía cristiana en Chile, la cual se ha sostenido históricamente en una débil laicidad y en un sentido restrictivo de libertad religiosa, que el proceso constituyente se comprometió a revisar. La presencia de la diversidad de identidades que habitan el país, la búsqueda de consensos que vayan más allá de los parámetros liberales clásicos y la redefinición de lo religioso en clave pluralista y no cristiano-céntrica no representa la presencia un “elemento posmarxista” en la constitución, sino la plasmación de un nuevo proceso histórico frente a un marco político agotado y en crisis. Usar etiquetas ideológicas y abstracciones sin información precisa para establecer denuncias y crear enemigos, no es más que un intento por deslegitimar el momento social actual plasmado en el proceso constituyente, el cual, contrariamente a lo que se predica, se levantó como un espacio de debate democrático entre todos los sectores. Este proceso dista de ser una simple dispersión de partes que subsume mayorías sobre minorías. La realidad es que algunos sectores cristianos temen perder el histórico lugar de hegemonía y comodidad que han encontrado en concepciones liberales conservadoras que han demarcado la política chilena en las últimas décadas.