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Fin de un liderazgo: ¿renuncia sí o sí? por Jaime Vieyra-Poseck

El liderazgo piñerista ha estado siempre lleno de baches por colisiones frontales de conflictos de intereses, casi imposibles de evitar: es, de la poderosísima élite empresarial que literalmente son dueños de Chile, uno de los más ricos. Esta marca Piñera, que podría favorecerle, paradojalmente, produciría una disonancia insalvable con la ciudadanía: su discurso se percibe, generalmente, como una provocación porque destila una visión paternalista de los ciudadanos, a los cuales vería, desde su pedestal, como una masa manipulable.

Mas, su liderazgo ha tenido una sola certidumbre: su peor enemigo ha sido él mismo.

Su megalomanía patológica soporta sólo la primera persona del singular. Su esfuerzo egocéntrico por ocupar la primera línea en todo, lo muestra sobreexcitado produciéndole insufribles gestos faciales que parece escondieran inquietantes cortocircuitos neuronales.

Es casi inevitable ver a este poderoso empresario tirado a Presidente como un Rey Lear perdido en los laberintos del poder; enajenado por el imperio del dinero. Su egolatría tsunamisa sus dos Administraciones: está en todo un día sí y el otro también. Y a pesar de los esfuerzos de sus asesores de ceñirlo a una agenda para evitar dispararse a sus pies, no impidió que cometa errores tan devastadores como declarar, en medio del mayor estallido social desde el retorno a la democracia, que “Chile está en guerra”, o irse a un restaurante para festejar el cumpleaños de un nieto mientras Chile ardía.

Su gestión del estallido social ha sido errática, torpe y sólo ha servido para sublimar el ADN de la derecha chilena: el autoritarismo represivo, incapaz de gestionar los conflictos sociales con el único instrumento en una verdadera democracia: el dialogo social.

Por el contrario, resucitó discursos y medidas de absolutismo pinochetista que han nublado la vista por lo traumáticas, volviendo a contaminar Chile con la atmosfera sociopolítica de la dictadura. La implantación del Estado de Emergencia y toque de queda con los militares en la calle ha sido de un error tan imperdonable como insufrible, con consecuencias demoledoras: ay, nuevamente se denuncian violaciones a los derechos humanos cometidos por el Ejército y/o carabineros; además, minó la paciente ingeniería política de 29 años de postdictadura para reconciliar FF.AA. y policía con la ciudadanía, hecha añicos durante la barbarie pinochetista. En una democracia consolidada los militares no ocupan las calles para reprimir una estampida social. La violencia siempre es condenable en democracia, venga de donde venga. Como la violencia institucionalizada de la lacerante e inconmensurable desigualdad socioeconómica, llena de arrogancia y soberbia, que ha violentado por demasiado tiempo la dignidad de las grandes mayorías.

Las muertes, producto por este inexcusable error político, serán para siempre responsabilidad de este liderazgo que se estaría consumiendo entre las llamas del estallido social.

Su sobrerreacción política dañó la imagen de Chile en el mundo; la suspensión de la OPEC y de la COP25 es un macro fracaso de su Administración; y, por si fuera poco, la inestabilidad política que supone un estado de excepción con toque de queda, deteriorarán el progreso económico.

Su perdón por su “falta de visión" para ver la realidad de Chile, es una muestra más de total cinismo político: él y su coalición de derecha ― sostenedores de la dictadura de la cual se enorgullecen― han obstruido todas las propuestas en el Parlamento para subir la carga tributaria a la élite que tiene el poder económico (y político): el 1,12% que se lleva el 52,5% del ingreso económico total del país, mientras el 98,88% se reparte un 47,5%; en un sistema tributario regresivo e injusto: el 50% con menos recursos paga un 16% de sus ingresos totales (principalmente IVA afectando a los más vulnerables), mientras el 10% más rico tributa un 11,8%. Con un voltaje así de desigualdad, tanto la violencia social como el surgimiento de populismos ultraderechistas e izquierdistas están asegurados.

El problema de fondo es éste: el Estado chileno apenas tiene el 20,2% del PIB (la media en la OCDE es de 34,2%); y un estado desfinanciado no puede garantizar salud, educación y pensiones de calidad, que es la reivindicación central del estallido social. Una reforma estructural del sistema tributario, que lo haga progresivo y donde los macro ricos paguen más, es urgente para acabar con la lacerante desigualad socioeconómica.

Su mea culpa y la presentación de una agenda social no estructural para superar la crisis, ¿corrige la pérdida total de su credibilidad y legitimidad, o es una provocación más contra la dignidad de la ciudadanía, que vuelve a subestimarla?

El empresario Piñera metido a Presidente de Chile es más un proyecto personal para saciar su egolatría endémica que un proyecto político en beneficio del bien común de las grandes mayorías. Su descrédito total por la gestión del estallido social, su egocentrismo megalómano y su total insensibilidad social, ¿lo imposibilitan dirigir los cambios socioeconómicos estructurales?

Está en juego el futuro de Chile. Quien tiene la más alta responsabilidad en el país, el Presidente de la República, debe actuar pensando no en sus intereses privados o en satisfacer su egolatría: esa posición puede arrastrar a Chile a un fracaso sin paliativos.

Si le queda un poco de dignidad como empresario entremetido en política, ¿debería renunciar sí o sí y convocar nuevas elecciones generales?

El movimiento social tiene la respuesta.

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