La democracia actual y no moderna, como aquella que se pronuncia desde el voto como elemento central de la misma, entre otras cosas, se encuentra en disyuntiva constante, en conflicto permanente, ya que es permeada por la noción de pluralidad como elemento neurálgico, vale decir, cúmulos de subjetividades e intereses diferenciados con estatuto de verdad; cuestionar esas subjetividades, en cualquiera de sus ámbitos, es algo políticamente incorrecto, pues la verdad de la democracia es la validación de la diferencia, de la otredad. Entonces, lo que sigue a modo de conclusión —sin ser forzado ni sintético— es que lo que caracteriza a esta pluralidad como elemento democrático es el reconocimiento.
Es así como variados autores plantean los desafíos de esta democracia plural, la cual no es vista como algo anómalo, algo a extraviar o evitar, sino más bien, algo a reforzar. Si la democracia exige que nadie detente la verdad, los marcadores de certidumbre de una sociedad siempre estarán en disputa, siempre abiertos, en conflicto y disyuntiva permanente.
Ahora bien, este marco actual de la democracia plantea dos problemas enormes para la conducción política, ya sea en el gobierno central o local —en todo caso problemas conocidos—, a saber, configurar el interés general de los votantes, y la gestión estratégica permanente para contar con la mayor aprobación posible. Es así como el desafío de una gobernadora o gobernador es canalizar este conflicto de intereses y preferencias individuales y colectivas agregadas, expresadas en una organización, en un movimiento, etc., hacia un proceso de configuración del interés general por medio de una estrategia permanente.
Sin embargo, al estar la seguridad como malestar y problema generalizado y objetivo, incluyendo en la percepción de inseguridad, la oportunidad de ordenar el cúmulo de subjetividades de la gente resulta más “sencillo”, ya que solo falta proveer un sentimiento de pertenencia, el cual ya está compartido a priori (necesitamos más seguridad), hace mucho más fácil producir un bien colectivo ante una pluralidad de prioridades individuales y colectivas agregadas, convirtiendo a la seguridad en un brazo armado para reforzar la necesidad y generar respuestas.
En este escenario, la seguridad no sólo está en crisis, en tiempos de cólera, sino que también está en valor, pues su tratamiento hace sentido a nivel simbólico y material en la gente. El elemento decidor y prueba de fuego para cualquier gobierno está en su tratamiento inmediato, constante y en coproducción de la misma.