El rostro del escritor es un viento tranquilo como alguien que nos quiere contar más de alguna historia. Allí se ve la libertad de su mirada, sus deseos con alma y su juventud errante abarcando el Norte Grande. Corre, ahora, el año 1950. El año en que el sur es un ensueño lleno de incógnitas y el norte solo llanura calcinante para esas existencias súbitas como inesperadas. Es una época signada a lo inalcanzable, a soplidos de viento, a silencio evaporándose con todo ese color del salitre. Pero, nadie sabía de la promesa y realidad de un niño cuando comenzó a asomarse para llegar a mirar el desierto. Y aunque parezca un embrujo, nadie, tampoco, quiso entreabrir lo que contaba el viento, mientras, el olvido se quedaba envejecido. Excepto uno: el contador de historias, Hernán Rivera Letelier.
El jueves 8 de septiembre de 2022, en un tiempo acorralado entre promesas y realidades tristes como país, algo funcionó como fiel reflejo de una voluntad por reconocer los avatares y el fuego para el Nano Rivera. Por reconocer su obra para su propio corazón. También para su familia.
Seguramente, en esos instantes, en que el diálogo fue hacia él, desde la capital, debe haber recordado a sus padres, haber entornado un guiño a sus ancestros. La razón que le asistió, por cierto, fue una sola: haber sido galardonado con el Premio Nacional de Literatura año 2022. Ahora entreveo al escritor, desde su “sala de parto”, allí parece recordar sus libros de infancia; ahí en esa imagen, como de ensueño, Hernán Rivera Letelier, como un verdadero pirata, es el reflexivo dueño de ese único galeón casero con impresionantes historias desde sus paredes llenas de libros. Y si no resulta irónico, debe haber entornado el recuerdo cuando, sin libros, prácticamente, en campamentos miserables, en calles de tierra, dio un giro para comenzar a leer, como él dijo “de estar viendo visiones”; y, después, con el tiempo, fue metiendo “esa infinita pradera de espejismos que es el desierto de Atacama” en la “viciosa señora prosa”, como escribió en el libro Epifanía en el desierto, tal vez su libro de crónicas más humano, experiencial y sencillo de Rivera Letelier.
Todo tiene que ver con lo simple, lo impresionante, con lo cotidiano de la vida. Así Hernán Rivera Letelier amalgama en el dulce y difícil silencio del trabajo escritural, lo que nuestros ojos parecen no ver. Allí con el trémulo anhelo de la tierra, el escritor, va atrapando el verdadero asombro de los deseos de un tiempo que se fue, y fortalece su ojo crepuscular embriagado en la ligereza de ese sol aterido, de esos personajes que contemplan la pupila abierta del desierto y la verdad desnuda de una inquietud esplendorosa como el mismo silencio milenario.
Nada escapa, entonces, a la esencia del escritor Rivera Letelier: sueños, oficinas, botellas de vino, pampa, purgatorio, renacimiento del desierto, designio vigilante del abandono. Sus libros son para todos aquellos que vislumbrando el origen de la sal van levantando cada página, una y otra vez, una y otra vez entre los dedos, nada más, dejando que la extensión de la pampa nos recuerde su anhelo cautivo y sus historias amansadas por palabras infinitas.
Cuántas veces Hernán Rivera Letelier ha soñado con vivir las vidas de su propio coraje. Como un toro ha luchado por salir adelante y para no abatirse ante las bestias existenciales se ha enfrentado solo ante las ruinas de la humanidad descubriendo lo que llevaba en su interior: un poeta por dentro y un escritor de historias, por fuera, donde se agudiza el soplo total de la vida. Alguna vez la palabra, cumpliendo a cabalidad su rito, abrió su propia avidez regresando hacia nosotros, en la sequedad pedregosa de la pampa, cargada de novelas y con la dulzura más valiente donde todo es aire, tierra y energía humana. En ocasiones, en esas gravitantes ocasiones, hay que dejarse arrobar por las expresiones de Rivera Letelier: “por la sensación del tarro duraznero”, por “la imaginación de soñar la mar”, por “el sortilegio de los nombres con eme” o por “las parábolas de abundantes pájaros ciegos”. Que este premio nos motive a valorar lo nuestro, a emocionarnos cuando alguien se encamina hacia el arte sin otro afán que escribir acerca de la vida y a agradecer, cuantas veces sea necesario, la clara valía del gran Hernán Rivera Letelier.
Francisco Javier Villegas, escritor y profesor