La inmigración, como fenómeno inherente a la globalización contemporánea, ha operado como un eje catalizador de transformaciones sociales, económicas y políticas en múltiples latitudes. En Europa, su impacto ha sido particularmente disruptivo, no solo por la escala demográfica de los flujos migratorios, sino también por su capacidad para reconfigurar el mapa político continental. La consolidación de partidos antinmigración —desde el Frente Nacional en Francia hasta la Liga Norte en Italia o el Partido por la Libertad en Holanda— ha puesto en evidencia cómo la ultraderecha europea ha instrumentalizado el miedo al “otro” para posicionarse como garante de una identidad nacional amenazada y de un Estado de bienestar percibido como vulnerable ante la presión migratoria. En contraste, Chile, pese a experimentar un aumento significativo de la inmigración en la última década y a registrar episodios de xenofobia y conflictividad social asociada, carece de un movimiento político orgánico y estructurado que canalice abiertamente el rechazo a la inmigración como bandera programática. Esta divergencia plantea un interrogante sociopolítico relevante: ¿por qué, en un contexto de creciente polarización y desconfianza hacia el inmigrante, no emerge en Chile un partido antinmigración al estilo europeo? La respuesta, lejos de ser unidimensional, exige un análisis multifactorial que integre variables históricas, estructurales y culturales propias de la realidad chilena.
Un primer elemento a considerar radica en las diferencias cualitativas y cuantitativas entre los flujos migratorios europeos y chilenos. En Europa, la inmigración masiva ha estado intrínsecamente ligada a fenómenos de alcance histórico y geopolítico: procesos poscoloniales, conflictos armados en Medio Oriente y África, crisis humanitarias derivadas de guerras civiles o regímenes autoritarios, y desplazamientos forzados por el cambio climático. Estos factores han generado corrientes migratorias sostenidas, de alta visibilidad pública y con un impacto directo en la cohesión social de países receptores. En Chile, por el contrario, la migración reciente —principalmente desde Venezuela, Haití, Colombia y Perú— responde a dinámicas distintas: la búsqueda de oportunidades económicas en un país percibido como estable dentro de una región convulsa. Si bien este flujo ha incrementado la población extranjera hasta rondar el 9,6% del total nacional, su impacto demográfico no alcanza los niveles europeos (en Alemania, por ejemplo, los migrantes representan cerca del 13% de la población).[i] Además, la composición mayoritariamente latinoamericana de los migrantes en Chile —con la excepción de la comunidad haitiana— ha facilitado, pese a las tensiones, cierta percepción de proximidad cultural que mitiga narrativas de “invasión civilizatoria”, recurrentes en el discurso europeo.
Un segundo factor determinante es la estructura del sistema político chileno y su tradición partidista. Europa, con sistemas multipartidistas y proporcionales, ha permitido el ascenso de formaciones políticas monotemáticas [single issue][ii], capaces de capitalizar nichos de descontento específicos. La ultraderecha antinmigración ha explotado esta flexibilidad, presentándose como alternativa a partidos tradicionales acusados de elitismo o desconexión con las demandas populares. En Chile, en cambio, el sistema político —aún en proceso de reconfiguración postestallido social de 2019— ha estado históricamente dominado por coaliciones amplias, con agendas programáticas transversales y una cultura de negociación interpartidaria. Esta arquitectura, reforzada por el sistema binominal vigente hasta 2015, operó como barrera para el surgimiento de partidos unidimensionales. Aunque la inmigración ha adquirido relevancia en el debate público —especialmente tras casos de alta connotación mediática, como las actividades del Tren de Aragua—, no ha logrado articularse como eje central de movilización electoral. La derecha chilena, incluso en su facción más conservadora representada por el Partido Republicano y el Partido Nacional-Libertario, ha evitado adoptar un discurso abiertamente antinmigración, optando por enfoques securitarios que vinculan migración con delincuencia, pero sin convertirla en piedra angular de su identidad política.
Un tercer aspecto, frecuentemente subestimado, es el rol de las élites económicas en la configuración del discurso migratorio. A diferencia de Europa, donde sectores industriales y financieros han mostrado ambivalencia hacia la migración —rechazándola retóricamente, pero dependiendo de mano de obra barata—, en Chile existe un consenso tácito entre actores empresariales sobre los beneficios económicos de la inmigración. Sectores como la agricultura, la construcción, el comercio minorista y el trabajo doméstico dependen críticamente de trabajadores extranjeros, quienes suelen aceptar condiciones laborales precarias y salarios por debajo del promedio local. Esta dependencia estructura un pragmatismo económico que neutraliza discursos antimigratorios radicales: mientras en Europa partidos como el UKIP británico o el Rassemblement National francés han confrontado abiertamente a las élites “globalistas”, en Chile las demandas por restringir la inmigración chocan con intereses corporativos que influyen en la agenda política. Así, la derecha chilena, tradicionalmente aliada a estos sectores, enfrenta un dilema entre capitalizar el malestar social y proteger los intereses de sus bases empresariales.
Un cuarto elemento diferenciador es la naturaleza del discurso xenófobo en Chile. En Europa, la retórica antinmigración se ha construido sobre narrativas identitarias de larga data: la defensa de una “Europa cristiana” frente al Islam, el temor a la pérdida de soberanía cultural o la asociación entre migración y terrorismo. En Chile, si bien existen estereotipos raciales y culturales —especialmente hacia colectivos como los haitianos—, la xenofobia se expresa predominantemente a través de la vinculación entre migración y delincuencia.[iii] Este enfoque, alimentado por una cobertura mediática sensacionalista, reduce el rechazo al inmigrante a una ecuación utilitarista: el extranjero como amenaza a la seguridad ciudadana antes que a la identidad nacional. Sin embargo, esta narrativa, pese a su penetración en la opinión pública, no ha sido monopolizada por ningún partido político. En su lugar, se manifiesta de forma fragmentada: en declaraciones esporádicas de autoridades locales, en redes sociales o en protestas vecinales. La falta de un relato cohesionado —que articule xenofobia, nacionalismo y defensa del Estado— dificulta su traducción en un proyecto político viable.[iv]
Finalmente, cabe considerar la actitud del electorado chileno frente a la migración. Pese a encuestas que reflejan creciente rechazo hacia la inmigración —un 77% de los chilenos considera la inmigración como “mala”, según CADEM 2024[v]—, este malestar no se ha traducido en apoyo electoral a opciones abiertamente xenófobas. Esto podría explicarse por dos razones: primero, la migración en Chile no es percibida —aún— como una amenaza existencial a la identidad nacional, en parte por la ausencia de conflictos religiosos o lingüísticos profundos; segundo, la ciudadanía chilena, incluso en contextos de desafección política, mantiene cierta reticencia hacia opciones extremistas, como lo demostró el rechazo abrumador a José Antonio Kast en la segunda vuelta presidencial de 2021. A diferencia de Europa, donde partidos antinmigración han logrado normalizarse como opciones “de gobierno responsable” (el caso de Vox en España o los Demócratas de Suecia), en Chile persiste un estigma social hacia el discurso abiertamente xenófobo, asociado a reminiscencias autoritarias de la dictadura.
Para finalizar, la inexistencia de un partido antinmigración en Chile no obedece a una ausencia de tensiones migratorias, sino a un entramado de factores estructurales e idiosincráticos que desincentivan su surgimiento. La migración en Chile, aunque creciente, carece de la escala y simbolismo que adquiere en Europa; el sistema político, pese a su fragmentación reciente, aún privilegia coaliciones programáticamente amplias; las élites económicas mantienen intereses contrapuestos a una agenda restrictiva; y la sociedad, aunque permeable a discursos xenófobos, no visualiza la migración como un eje de disputa civilizatoria. Esto no implica subestimar los desafíos de la integración migratoria —la segregación urbana, la explotación laboral o la estigmatización de comunidades—, sino reconocer que, en el caso chileno, la politicización de la migración sigue un derrotero distinto: más difuso, menos ideologizado y sujeto a la volatilidad de la coyuntura mediática. Europa, en este sentido, ofrece un espejo deformado: un recordatorio de los riesgos de instrumentalizar el miedo al otro, pero también una advertencia sobre cómo crisis económicas o shocks sociales pueden reconfigurar abruptamente el tablero político. En Chile, por ahora, ese punto de inflexión no ha llegado.
[ii] Arter, David (1992). “Black Faces in the Blond Crowd: Populism Racialism in Scandinavia”. Parliamentary Affairs, 45 (3), pp.357-372.
[iii] En casos como el de Vox en España, la ultraderecha considera que la delincuencia es fundamentalmente un alien issue (un problema de extranjeros), ya que en su discurso vinculan la presencia de inmigrantes en las sociedades europeas con el aumento de la criminalidad. Un discurso similar ha emergido en Chile en relación con el crimen organizado transnacional, particularmente con la llegada del Tren de Aragua, una organización criminal de origen venezolano. Este grupo ha introducido nuevas modalidades delictivas en el país, como los motochorros (asaltos rápidos en motocicleta) y el secuestro con extorsión, delitos que han generado una mayor percepción de inseguridad y han reforzado narrativas que asocian la inmigración con el auge de la delincuencia. Castro, Paloma y Erika Jaráiz (2022). La construcción emocional de la extrema derecha en España. Madrid: CIS, p.203.
[iv] Crf. Ignazi, Piero (1992). “The Silent Counter-Revolution. Hypotheses on the Emergence of Extreme Right-Wing Parties in Europe”. European Journal of Political Research, 22, pp.3-34.
Fabián Bustamante Olguín es Doctor en Sociología, Universidad Alberto Hurtado. Académico del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo