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La contribución de las políticas públicas en cultura a la desigualdad social y la (urgente) democratización de la participación ciudadana en cultura. Por Jorge Andrés González

En la base del estallido social ocurrido en nuestro país a partir del 18 de octubre y del proceso de cambio social en curso, se encuentran una serie de desigualdades sociales estructurales, enquistadas en el sistema social, que han colmado la subjetividad de una parte mayoritaria de la sociedad nacional que, agotada de la mercantilización de derechos básicos y la consiguiente precarización de la vida, se moviliza desde hace tres meses a lo largo de todo el país bajo la consigna “Chile despertó”.

La cultura también forma parte de este universo de necesidades convertidas en mercancía, en que su acceso y participación es un privilegio; las desigualdades sociales que experimenta Chile se corresponden con la desigualdad cultural imperante en el país, donde los estudios demuestran que el origen social determina la participación en la cultura: a menor posición en la escala social, menor acceso y participación cultural.

Si bien a partir de la creación del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, y el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, el Estado ha asumido cierta responsabilidad sobre la actividad cultural del país, las políticas culturales y sus escasos recursos no han podido asegurar el derecho a la cultura. El Estado chileno no invierte más del 0,4% del presupuesto público en cultura, algo así como $11.000 de gasto público por habitante, cuestión que implica que sólo 1 de cada 5 proyectos culturales que se presentan a los fondos de cultura son financiados.

Es más; las políticas públicas en cultura han contribuido profundamente a la desigualdad social mediante el concurso de Fondos de Cultura. Este mecanismo de asignación de recursos fiscales, históricamente, no ha logrado focalizar su inversión en la población más vulnerable, siendo sus beneficiarios personas residentes de las comunas más ricas y con mayor índice de desarrollo humano de Chile, según propios análisis del MINCAP. Esto no significa que, en los sectores populares del país no exista la actividad cultural. Razonar esto es una abstracción del pensamiento neoconservador y neoliberal. La actividad cultural, como actividad inherente a toda sociedad se desarrolla en todos los territorios, inclusive en los más excluidos del país, pero sin apoyo del Estado.

Dado lo anterior, es pertinente preguntarse ¿Cómo las políticas públicas en cultura, cuyo mandato tras el fin de la dictadura era “democratizar la cultura”, contribuyeron a la desigualdad social?

Hasta el golpe de militar del año 73’, el Estado de Chile canalizó las necesidades culturales, de manera progresiva, a través del Ministerio de Educación Pública. Sin embargo, con el proyecto político de la Unidad Popular, surgieron instituciones como Chile Films, Editorial Quimantú y el sello discográfico IRT, que aumentaron la cobertura de bienes y servicios culturales en la sociedad, con énfasis en los sectores populares.

En el escenario de la revolución capitalista impulsada por la junta militar, varios años antes del viraje neoliberal de la dictadura hacia un Estado subsidiario, surge la política cultural del gobierno militar, bajo la necesidad de eliminar los resabios del gobierno de la Unidad Popular y la instrumentación política del “marxismo” sobre la creación cultural.

“La actividad cultural chilena requiere un proceso de revisión de las bases sobre las cuales se ha desarrollado y, para ser más exactos, de una reformulación integral de dichas bases. Es efectivo que el desenvolvimiento cultural en nuestro país no ha seguido más pautas que las dictadas espontáneamente por quienes lo han enriquecido, salvo el caso del trienio 1970-1973, en que el marxismo intervino, orientó y manejó la creación cultural chilena ajustándola estrictamente a los cánones que estuvieran de acuerdo con sus objetivos políticos” (Política Cultural del Gobierno de chile, 1975).

Los objetivos de esta política fueron la reivindicación de una identidad nacional única heredera de la conquista española, la cultura como “alta cultura” donde las bellas artes juegan un papel fundamental y la necesidad de comunicar al extranjero una visión positiva del régimen. Para tales efectos, la dictadura cívico militar tomó como soporte el sistema educativo, el control de los medios de comunicación de masas, radio y televisión y la gestión de iniciativas culturales selectivas a través del Departamento Cultural de la Secretaría General de Gobierno.

Con el retorno de la democracia, la necesidad de la democratización cultural en oposición al legado cultural conservador y elitista de la dictadura colmó los debates culturales. Se llegó a la conclusión de la necesidad de una institucionalidad estatal para la cultura, que dotara de fondos la gestión de proyectos culturales, además del desarrollo de una institucionalidad cultural a nivel local (municipios), la proyección internacional de los creadores nacionales y la revisión legal de las ideas de patrimonio, financiamiento e industria cultural. Sin embargo, estas ideas tuvieron una institucionalización lenta: desde la creación de la División de Cultura del MINEDUC, la promulgación de los fondos de cultura y la ley de donaciones culturales para el financiamiento de iniciativas culturales gestionadas por agentes privados, a principios de la década del 90’, hubo que esperar 10 años para que el año 2003 se promulgara la ley 19.045, que creaba el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA). Este servicio público, autónomo, descentralizado y territorialmente desconcentrado, estaba integrado por miembros de la sociedad civil, que formaban parte de un directorio colegiado cuya misión era formular, implementar y evaluar las políticas públicas en el área de la Cultura, presidido por un Ministro Presidente que las ejecutaba.

El CNCA formuló mediante sus órganos colegiados la política cultural “Chile quiere más cultura”, período 2005-2010, la Política Cultural 2011-2016 y la Política Nacional de Cultura 2017-2022. Estas 3 políticas, a pesar de fundamentarse en las ideas fuerzas contenidas en el espíritu de la ley 19.891, “apoyar el desarrollo de las artes y la difusión de la cultura, contribuir a conservar, incrementar y poner al alcance de las personas el patrimonio cultural de la Nación y promover la participación de éstas en la vida cultural del País”, definiendo las líneas estratégicas de creación artística, participación en la cultura y patrimonio cultural, consolidaron la consursabilidad y las asignaciones directas a grandes instituciones culturales como fuente del financiamiento de iniciativas culturales, destinando una cantidad marginal de recursos del presupuesto fiscal a iniciativas no concursables focalizadas en los sectores populares.

Los fondos concursables son un dispositivo distorsionado de asignación de recursos en un Estado subsidiario como el chileno. Bajo la lógica subsidiaria, neoliberal, las políticas públicas deben focalizar su inversión en aquella parte de la sociedad que no es capaz de asegurar por sí misma la provisión de bienes y servicios, población “vulnerable” o en “situación de pobreza”. Sin embargo, como es de público conocimiento, los beneficiarios principales de los recursos de los fondos concursables son personas naturales o jurídicas que habitan las comunas más ricas del país. Esta tendencia se ha extendido durante 3 décadas.

Esta desigualdad en el acceso al financiamiento estatal para las iniciativas culturales se encuentra largamente explicada por las teorías de la desigualdad cultural: el origen social determina el capital cultural de partida en la trayectoria de las personas, su logro académico y, por ende, su logro profesional. Al ser los fondos de cultura un concurso donde muchos compiten por recursos escasos, quienes son seleccionados son mayoritariamente personas con un origen social medio alto y un mayor capital cultural que les permite sortear con éxito una selección de proyectos altamente especializada, tanto programática como administrativamente, muy distinta del resto de fondos concursables en el Estado.

Ahora bien ¿qué explica que, pese a la evidencia abrumadora, acumulada durante 3 décadas, no se haya problematizado el escenario descrito? ¿Qué tendencias externas o internas obstaculizaron una conciencia crítica respecto de la contribución de las políticas públicas a la desigualdad cultural? El primer factor ha sido abordado con profundidad en el escenario de la crisis actual. Hablo de cómo la ortodoxia neoliberal se enquistó en el ADN de la clase política y los gobiernos de turno, de derecha a izquierda, permeando toda la política pública, desde los gobernantes hasta los equipos “técnicos”. De esta manera, en el caso particular de cultura, la idea naturalizada, hecha “sentido común”, es que, frente a recursos escasos, la competencia “perfecta” por el financiamiento de las iniciativas culturales a través de fondos concursables era la manera más “justa” de distribuir el financiamiento de las iniciativas culturales.

Es así como, salvo algunos programas aislados de gestión de proyectos culturales no concursables y focalizadas en sectores populares, como el programa “Creando Chile en mi Barrio” y “Servicio País Cultura”, a lo largo de estas tres décadas se han ido acumulando, uno tras otro, un sinfín de nuevos fondos, líneas y sub líneas de concursos. Sin embargo, como ya hemos señalado, lo que la premisa abstracta de la competencia perfecta no considera, es que esta discrimina desde el propio punto de partida.

El segundo factor, es quizás el más naturalizado. Se trata de la arquitectura de las instancias de participación ciudadana del MINCAP y su antecesor, el CNCA. Durante la existencia de la institucionalidad cultural, los espacios de participación de la ciudadanía -Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Consejos Regionales, de la Música, del Libro y Audiovisual- no han representado la diversidad del campo de la cultura y las artes excluyendo a los sectores populares, dado que sus integrantes, por ley, han sido históricamente designados por el Presidente de la República con acuerdo del parlamento, lo que ha derivado en la representación de una élite del campo cultural y sus disciplinas. Lejos se encuentran estos consejos de los consejos de la sociedad civil que se articulan en la mayoría de los organismos públicos, elegidos democráticamente, en base a lo consagrado en la ley 20.500 de participación ciudadana.

Esta élite del campo cultural ha definido, en exclusivos espacios de diálogo ciudadano, las convenciones de cultura, las políticas públicas en cultura, las cuales, a pesar de consagrar grandi locuentes relatos y objetivos, no han desarrollado ni un ápice de cuestionamiento del statuts quo de la institucionalidad cultural y la realidad social: ni la postergación que el sector cultura padece en la sociedad nacional, con presupuestos escasos arrojados a la concursabilidad; ni las precarias condiciones de los trabajadores de la cultura, tanto en la Sociedad Civil como en el propio Estado.

En el actual momento de crisis social, la representación elitaria de los consejos de la cultura se hace manifiesta y visible a los ojos de todos los ciudadanos: ninguno de estos organismos ha sido capaz de convocar a la ciudadanía cultural y sintetizar sus demandas en una agenda de trabajo de corto y mediano plazo que se vincule con las políticas públicas; salvo escasas excepciones personales, ninguna de estos organismos ha cumplido con el mandato incluido en la ley 21.045, condenando las violaciones a los derechos humanos por parte de la represión policial y el gobierno autoritario, que hemos padecido inclusive los propios trabajadores del sector cultura, movilizados desde el inicio del estallido social.

Por todo lo anteriormente expuesto, junto con la discusión del derecho a la cultura en el marco del actual proceso constituyente, la democratización de los espacios de participación Ciudadana del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio -Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Consejos Regionales, de la Música, del Libro y Audiovisual- mediante la modificación de la ley 21.045, que permita la inclusión en la institucionalidad cultural de los sectores excluidos históricamente, es un imperativo categórico. Unidad Social y su bloque cultural, compuesto por colectivos de creadores, organizaciones culturales de base, sindicatos públicos y privados de cultura, dan en el clavo con esta demanda, incluida en su histórico pliego de demandas de culturas, artes y patrimonio.

Jorge Andrés González San Martín, Sociólogo
Presidente Nacional Asociación de Funcionarios/as de Cultura, ANFUCULTURA

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