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La resiliencia de nuestras ciudades. Por Mario Vega H.

Tal vez sea común imaginarnos que el actual fenómeno del Cambio Climático es una amenaza originada más allá de nuestras ciudades, en el corazón de inmensos océanos o en el interior de la cubierta atmosférica. Por el contrario, los asentamientos humanos se observan como el principal blanco de sus impactos existiendo plena coincidencia entre los especialistas, no solo de la directa causalidad antrópica de esta anomalía, sino del activo rol de las ciudades en la agudización de esta problemática.

Tal percepción, es quizás alimentada por el acceso a la información del que disponemos cuyo interés se centra su en la espectacularidad y dramatismo de catástrofes de supuesto origen natural. Ello, nubla el desarrollo de una conciencia acerca del desafío de modificar la inmediata relación existente la forma en que se desarrollan los núcleos urbanos y las abruptas modificaciones que el clima, a escala planetaria, ha experimentado en las últimas décadas.

Lo anterior, encuentra explicación, en primer término, en la sistemática tendencia a la concentración de la población mundial, estimándose que para 2030 dos tercios de esta se concentraran en este tipo de hábitat,[1] especialmente en el llamado Tercer Mundo. Sus gigantescas emisiones de gases de efecto invernadero, la existencia de importantes volúmenes de desechos de origen industrial y doméstico, su planificación estructurada en base a grandes autopistas y los incentivos al uso del automóvil, configuran un panorama del que no parece haber retorno de no mediar una drástico cambio de mentalidad sobre sus irremediables consecuencias.  

El sector de la construcción, sin duda fundamental para la generación de mayor calidad de vida, requiere medidas especiales para su regulación, no solo respecto de la normativa sobre su emplazamiento y densidad de uso del suelo, sino también respecto del propio proceso de edificación pues, este genera importantes emisiones de dióxido de carbono, tal como lo hacen en su fabricación, sus principales materiales; el acero y el hormigón.

Ello debe hacernos reflexionar. Chile posee uno de los mayores indicadores de población urbana en América Latina superior al 85%. Sus habitantes son destinatarios tanto de los beneficios de ello, como de un conjunto de externalidades negativas relacionadas con el costo de la vida, los desplazamientos y la escasez de áreas verdes. Como resultado de ello, se observan otras consecuencias e impactos, así: “Los edificios generan 30% de emisiones de gases de efecto invernadero, y los sistemas de transporte entre 25% y 30%”[2]. No obstante ello, esta parece ser la forma privilegiada para el acceso a la vivienda en nuestras urbes generando, por otra parte, los impactos sociales en sus entornos deben ser evaluados y subsanados.  

Un ejemplo de ello se puede apreciar en áreas dotadas de una mejor conectividad y acceso a servicios, donde se observa desde hace al menos una década, un fenómeno simultáneo de desmedido desarrollo inmobiliario que deteriora la calidad de vida al interior de los barrios en los que este se desarrolla, dando lugar a procesos de gentrificación signados por el incremento del valor de la vivienda dada la dinámica especulativa en la que la ocupación del suelo urbano se inserta.

 A pesar de representar un ejemplo de densificación desregulada,[3] ha sido las áreas expuestas a esta drástica transformación en donde, históricas manifestaciones de la marginalidad habitacional en Chile, resurgen con vigor como el conventillo en viviendas deterioradas cuyo destino preferente está en su posterior demolición dada la presión ejercida por el sistemático avance de la edificación en altura.

Sin embargo, todo este crecimiento inmobiliario, emplazado principalmente en comunas como Independencia, Quinta Normal, Santiago y San Miguel, por mencionar algunos ejemplos, no retribuyen al Estado las externalidades positivas que benefician directamente la plusvalía de la inversión, como la instalación de servicios públicos o la construcción de una nueva línea o estación del Metro.

La articulación entre problemáticas sociales y ambientales en nuestras ciudades complejiza su resolución dada la multiplicidad de intereses en disputa en tales espacios, algunos de ellos especialmente poderosos. Este hecho, debe necesariamente redundar en la consideración de la actual emergencia climática como una prioridad en la planificación y gestión de las ciudades, considerando estrategias de incentivo a la sustentabilidad de los asentamientos.         

En este panorama, el concepto de resiliencia urbana[4], asociado a la idea de potenciar condiciones de versatilidad que le permita a las ciudades sortear en el tiempo los diversos fenómenos y tensiones a los que esta se expone y a la necesidad de prepararlas para asumir los actuales y futuros impactos del cambio climático. Es decir, se trata de una estrategia para abatir, gradualmente, sus condiciones de vulnerabilidad, destacando las actitudes positivas de la población y de la infraestructura en relación a los eventuales riesgos.

Según cifras del Centro de Desarrollo Urbano Sustentable (CDUS), Valparaíso es la ciudad de Chile expuesta en mayor medida a las consecuencias del cambio climático[5] dada la posible ocurrencia de olas de calor, tempestades, sequías e inundaciones, entre otras amenazas que, redoblan sus posibilidades de impacto, si pensamos en que el mencionado sistema urbano posee, de igual manera, el más elevado número de asentamientos precarios del país, precisamente emplazados en los lugares menos seguros. 

 Un desafío de la mayor trascendencia es entonces implementar medidas regulatorias y políticas de incentivo que favorezcan la sustentabilidad de los proyectos arquitectónicos en atención al escenario en que deben desenvolverse nuestras urbes, así como por la urgencia de que este sector contribuya de un modo decisivo a la reducción de la huella de carbono, tanto en su fase de construcción como en el requerimiento de energía a través de un diseño que favorezca la eficiencia en su utilización.

Esto no significa atribuir tales características solo a bienes inmobiliarios destinados para los segmentos más exigentes del mercado. Por el contrario, dado su impacto socio-ambiental, significa establecer una audaz política que permita que la vivienda social[6] constituya el ejemplo paradigmático de la voluntad del sector público de intervenir sobre los factores causantes del cambio climático, coincidentemente, con la necesidad de otorgar condiciones de vida dignas para muchas familias, favoreciendo de ese modo, la resiliencia de nuestras ciudades.

 


[1] https://news.un.org/es/story/2019/09/1462322.

 

[2] http://www.cr2.cl/ciudades-y-cambio-climatico-en-chile/#:~:text=Por%20consecuencia%2C%20las%20ciudades%20de,entre%2025%25%20y%2030%25.

[3] http://repositorio.uchile.cl/bitstream/handle/2250/151996/La-falacia-de-la-pobreza.pdf?sequence=1&isAllowed=y.

 

[4] https://www.cedeus.cl/wp-content/uploads/2019/05/N%C2%B010_2018-_ResilienciaUrbana.pdf.

[5] Ibídem.

[6] https://www.plataformaarquitectura.cl/cl/931821/conoce-las-viviendas-sociales-sustentables-ganadoras-de-construye-solar-2019.

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