En sus primeros debates televisados, los precandidatos presidenciales no pudieron soslayar el tema de los Derechos Humanos. Imposible resulta evitar un asunto tan gravitante en nuestra historia y de tanta importancia mundial. Sin embargo, lo que predominó en todos ellos fue un conjunto de “lugares comunes”, nada realmente sustantivo o que pueda ser considerado una promesa a firme ante el electorado. Además fue notorio el desinterés de los entrevistadores por exigir de los candidatos derechistas pronunciamientos más contundentes sobre el tema.
A los cuatro postulantes de la derecha u oficialismo se les puede descubrir ciertamente sus faltas e inconsistencias al respecto, cuando todos ellos fueron afines a la dictadura de Pinochet y después han participado en los dos gobiernos de Sebastián Piñera en que se han seguido vulnerando los derechos políticos, económicos y sociales de amplios sectores de la población. Los candidatos de centro izquierda no sortearon con facilidad el acoso de los periodistas empeñados en demostrar su doble actitud cuando se trata de juzgar o condenar las transgresiones cometidas por regímenes como los de Venezuela, Cuba, Nicaragua o el de aquellas naciones que formaron parte de los denominados socialismos reales europeos.
Para todos los presidenciables resulta conveniente condenar las violaciones a los Derechos Humanos que se cometan en cualquier país de la Tierra. Pero ninguno de los candidatos de derecha fue capaz de criticar explícitamente lo acontecido bajo el Régimen Militar, ni tampoco explicar por qué razón alguien como Joaquín Lavín y tantos otros de sus partidarios se desgañitaron por obtener la repatriación del Dictador detenido en Londres y, así, asegurarle la impunidad frente a tantos crímenes de lesa humanidad. Tampoco los dos postulantes vanguardistas fueron capaces de emitir una posición meridianamente clara respecto de lo sucedido bajo otros gobiernos acusados de violar al menos los derechos políticos de sus opositores.
Lo que se impone en el tema es la fragante relatividad. Pareciera que la tortura, el exilio forzado, las limitaciones a la libertad de prensa y otros oprobios podrían justificarse según quienes se hayen en el poder. Pero lo más grave de todo es la ignorancia y falta de temple de la cual hacen gala los candidatos respecto de un tema tan crucial, su grave desconocimiento respecto del derecho internacional y lo sensibles que dicen estar todos respecto de acusaciones, dictámenes y otros que en el mundo también incurren en el relativismo histórico, pasando por alto las transgresiones de una potencia como China.
En tal sentido, es evidente que las condenas que realizan algunos organismos de DDHH de las Naciones Unidas o del propio sistema interamericano adolecen de evidentes sesgos. El fácil condenar a los países chicos y pobres, pero asumen como imposible hacerlo con Estados Unidos y otras naciones que a diario vulneran los derechos de los emigrantes, de las minorías étnicas y otros grupos segregados. El bloqueo contra Cuba, los despropósitos del régimen marroquí, los presos políticos de los catalanes independentistas nos sirven de ejemplo para ilustrar lo que señalamos. Y la cuenta, al respecto, puede ser muy larga.
Ni qué hablar de la impunidad oficiada por las potencias mundiales respecto de los horrendos crímenes de la ex Yugoslavia, el Estado de Israel y de la propia Unión Soviética. Cuando hasta en Canadá en estos días se descubren tumbas clandestinas de jóvenes largo tiempo desaparecidos.
Desconocer la doble actitud asumida por los candidatos presidenciales en este Debate sería de un cinismo similar al de ellos mismos. Confiemos, más bien, que su turbación en este tema sea por desconocimiento de lo que acontece en otras realidades y no se deba a la tan habitual doble moral de los “servidores públicos”. Por lo demás, es evidente que Chile sigue de espaldas a lo que sucede más allá de sus fronteras, acatando fielmente las directrices impuestas por los medios de comunicación serviles y colonizados.
De esta forma, la suerte de los Derechos Humanos en nuestro país dependerá de quienes lleguen a La Moneda, así como también será determinante en el perfil de nuestras relaciones internacionales. En este tema es difícil que se adopten principios o valores que sean compartidos por todos los que hoy buscan acceder al poder. Nuestros lineamientos comerciales posiblemente prevalezcan frente a nuestras conveniencias y razones, como la conservación del medio ambiente y el justo valor que deben cobrar nuestras exportaciones. En las instancias multilaterales, nuestras futuras autoridades se alinearán con unos u otros, condenando o aplaudiendo a quienes se nos mandate desde los poderes fácticos mundiales. Por cierto, no será cuestión de moral, sino de intereses y no necesariamente de intereses estratégicos.
Menos todavía podremos ejercer nuestra soberanía si en el financiamiento de las campañas electorales intervienen los aportes o donaciones extranjeras, algo que ha sido tan habitual en nuestra historia política y que, como hemos visto, puede determinar hasta la suerte de las elecciones en los Estados Unidos. Está meridianamente claro que Trump no habría llegado a la Casa Blanca sin la injerencia electoral de Kremlin, como que jamás el propio Obama habría sido distinguido con el Premio Nobel de la Paz si todo fuera limpio o transparente en el concierto internacional. Y menos, tampoco, un Putin podría haberse reunido con Joe Biden después de que éste lo tratara públicamente de asesino.
Se proclama como principio universal la “no injerencia en los asuntos de los otros estados”, una sentencia del todo falaz que también salió a relucir en el debate televisivo que comentamos. Por el contrario, la causa de los Derechos Humanos justamente exige es que la humanidad decidìdamente intervenga ante los disparates cometidos contra la dignidad humana en cualquier lugar y circunstancia, a objeto de que la condición humana no siga afectada por los intereses espurios. Aunque para ello se haría propicio, en realidad, nacionalizar también la política, demasiado regida todavía por arquetipos y referentes que nos hablan de un pasado negro y turbulento en las relaciones internacionales.