Uno de los asuntos que más se repite en los medios de comunicación y en las intervenciones de los políticos es el de la necesidad de reformar el sistema político, especialmente después de fracasados los dos recientes intentos por dictar una nueva Constitución Política del Estado. De acuerdo en ello, pero una vez más se yerra el objetivo.
Un analista político sostenía que estamos frente a “un enfermo terminal” que requiere cirugía mayor para que no se desangre completamente. Esta mirada, dramática, con tono desesperado, alude a la crisis democrática y, probablemente al temor de que la sociedad entre en aventuras como el populismo o los caudillismos a que son tan dados muchos países del mundo. Pero también está el riesgo -y eso lo comparto plenamente- de que podamos tener un nuevo intento totalitario, esta vez con algún golpe de Estado de otras características, pero que finalmente privilegie la uniformidad de las decisiones en un solo sentido en desmedro de la democracia.
Muchas de las soluciones que se propone para las crisis que vivimos periódicamente apuntan a cuestiones que tienen más que ver con otro tipo de regímenes que con el sistema presidencial, que acomoda tanto a nuestra tradición democrática. Se habla de la “fragmentación” y se dice que para garantizar estabilidad “de los gobiernos” debe haber pocos partidos, pues la dispersión debilitaría al Ejecutivo. Si, claro, eso es propio de los regímenes parlamentarios, lo que no cabe hoy en Chile. Los gobiernos dependen de las mayorías en un parlamento que debate cada política y mediante la censura hace caer a los gabinetes, al gobierno del primer ministro y obliga a nuevas alianzas. Pero en Chile no es ése el problema.
Buscar el orden, privilegiar la uniformidad, la existencia de pocos partidos que voten en bloque (pese a que en la discusión local nadie alude a la prohibición de las órdenes de partido para diputados y senadores establecida en la Constitución vigente), en el marco del presidencialismo, nos acerca más a regímenes autoritarios, a dictaduras.
Privilegiar sólo el orden nos acerca más a los regimientos que al pueblo. Poner énfasis en la uniformidad de los criterios ¬y en la unanimidad, elude las discusiones de fondo, lo que es muy delicado en la actual experiencia chilena, donde el gran problema es la fragilidad de la democracia.
La fuerza de la democracia en el siglo XXI no está en la existencia de dos bloques o cinco o seis partidos, sino en que efectivamente el pueblo organizado sea capaz de participar del sistema político. Más que impedir la “fragmentación”, debe cuidarse la voluntad popular. Por ejemplo, cuando un congresista es elegido en Chile, no lo es sólo por ser él, sino sobre todo porque está inserto en una determinada lista, que refleja posiciones claras. Si va como independiente sin anexión a listas de partidos, es otra cosa y en Chile hay dos o tres casos así. Los demás son elegidos en listas de partidos. La renuncia al partido, debe acarrear la cesación del cargo, entregándose al pueblo la definición de su reemplazo. ¿Se quiere mantener que el diputado o senador sea del mismo partido o pacto? Bien, entonces, que la decisión del pueblo recaiga sobre nombres que esas fuerzas le presentan para decidir.
Si acaso se limita la existencia de partidos a un determinado porcentaje de votaciones, estamos privilegiando criterios generales, pero olvidando el valor de lo local. Pongo un caso: en una región “X”, un candidato perteneciente a un partido es elegido diputado `por uno de sus distritos, porque su partido presentó cinco candidatos, cuya suma de votos da la cifra repartidora suficiente. Más aun, podría ser que en ese distrito de los cinco diputados a elegir, esa lista eligiera tres. Pero ese partido no obtiene votos -incluso puede ser que no lleve candidatos- en ningún otro lugar del territorio nacional, con lo cual no se alcanza el 5% que algunos están sugiriendo como piso de continuidad. ¿Ese distrito queda sin la representación elegida y ese partido que tiene tanto apoyo en ese lugar desaparece? ¿Y el pueblo? ¿Da lo mismo?
En un sistema político presidencial, aun con Ejecutivo moderado -que es muy lejano a lo que hay en Chile hoy, que tiene un Ejecutivo vigorizado- será papel de los políticos (dirigentes, si los volviera a haber y no simples voceros) conseguir los acuerdos necesarios para que las leyes sean aprobadas en el Congreso. ¿Eso significará pactar, abandonar las posiciones totalizantes, renunciar a imponer criterios? Por supuesto. El país no es de un bando u otro. Las personas que vivimos en el territorio tenemos ideas muy diversas y no podemos ser clasificados en un breve listado de partidos políticos. El deseo de imponer miradas no es parte de la democracia. Todos proponemos, pero buscamos ponernos de acuerdo y eso significa reconocer la “fragmentación” como un hecho real que puede tornarse positivo y no como mal que conduzca a mayores problemas.
Pocos partidos son pocas opciones para avanzar, porque todos deben canalizarse en esos marcos de ideas e intereses, obligando al pueblo elegir entre opciones que no lo representan. ¡Ése es el mayor riesgo para la democracia! Porque habrá votos nulos, votos en blanco y muchas personas pensarán que su opinión no es valorada ni respetada. Todo ello conduce, casi inevitablemente, al deterioro de la convivencia y la desvalorización de la democracia. Entonces, el problema no está allí. Claro que si buscamos eficacia, velocidad, orden y disciplina, las dictaduras que operan por decretos o por una Junta de Comandantes, pueden responder a todo eso. Lo que debemos hacer es ajustar las decisiones políticas con las decisiones técnicas, de tal modo que los intereses en juego, los modelos por construir, el bienestar de las personas, se entrelacen positivamente y las medidas resultantes puedan ser aplicadas.
¿Es más lento? Por cierto. ¿Exige más esfuerzos de conversación y búsqueda de acuerdos? De todos modos. Pero, justamente eso es la política, el arte de hacer buen gobierno articulando las posiciones discrepantes e intentando acercar necesidades urgentes, necesidades importantes, criterios, enfoques, miradas de largo plazo y satisfacción de intereses en el corto y mediano plazo. (En el largo plazo, dijo Keynes, estaremos todos muertos). Incluso más: sugiero aumentar la cantidad de diputados, pues de ese modo se puede ampliar la representación a sectores que hoy quedan marginados de la vida política. ¿Cualquiera llegará al Congreso Nacional? Si, hoy eso es un problema, especialmente cuando podemos ver el bajo nivel de instrucción, reflexión, información, decencia, cultura en general, de los actuales diputados y senadores. Pero como debemos mirar el Estado y la sociedad como entes dinámicos e integrados por distintas facetas, no podemos dejar de insistir en la que una de las mayores urgencias es el desarrollo de la instrucción y el funcionamiento de sistema de educación que, hasta ahora, presenta falencias graves. En alguna etapa, la instrucción pública en Chile fue un verdadero modelo para otros países. Los viejos de hoy, educados antes de la dictadura, pudimos conocer un sistema público de gran calidad, con profesores respetados, aunque siempre insuficientemente remunerados. Los colegios privados, examinados por el sistema público para la validez de sus resultados, se sentían orgullosos cuando incorporaban a sus planteles, aunque fuese por algunas horas de clases, a aquellas grandes figuras de los Liceos del Estado.
¿Podrá la sociedad chilena, responder a estas demandas y otras? Sin duda que sí, siempre y cuando sepamos que no es tarea del algunos dirigentes iluminados o funcionarios instalados inamovibles o asesores recién llegados a conocer la administración pública. Es tarea de todos, buscando armonía y entendimiento entre los actores sociales reales.
Pero todo ello con sentido de urgencia e importancia. Hace unos años escribía: “La duda entre la urgencia de lo importante y la importancia de lo urgente”. En estos últimos 50 años, incluida la dictadura, esos sentidos se han perdido y más bien se gobierna y legisla para dar respuesta a hechos emergentes y satisfacer intereses no siempre claramente revelados.
Porque las cosas no cambiarán sólo porque haya cambios en el sistema electoral. Pero sin esos cambios es seguro que no existirán avances. Está todo trabado por esta mirada de polaridades. La última elección de la Cámara de Diputados, donde la candidata de un sector obtuvo 76 votos y la candidata contraria 75. De ese modo, no se avanza. Por eso, ir contra la fragmentación es una falacia, porque justamente será la diversidad lo que permita salirse de los esquemas rígidos y obligar a conversaciones permanentes.
Pero, como lo han dicho intelectuales de gran peso, hacer una reforma en serio del sistema político debe considerar muchos aspectos.
No olvidemos la importancia de la administración del Estado: la continuidad de las políticas se consigue con un sistema burocrático que funcione por la capacidad técnica de los funcionarios, la estabilidad de ciertas políticas públicas, el profesionalismo y la estabilidad de quienes aplican las decisiones que se toman en el nivel político propiamente tal. Tampoco dejemos de lado la organización social. No sólo se trata de partidos políticos, sino de toda la llamada “sociedad civil”. Las personas agrupadas en juntas de vecinos reales; sindicatos obligatorios y fuertes; asociaciones profesionales con capacidad de ejercer influencia; estructuras comunales democráticas y eficientes.
La tarea es compleja, pero si nos centramos en querer combatir la fragmentación, tendremos que decir citando a Carlos Huneeus: “…Una reforma política reducida a disminuir el número de partidos no mejorará la gobernabilidad. Por el contrario, agravará las limitaciones y trabas que dañan el sistema político.” Es mucho lo que hay que hacer, pero con la inteligencia disponible y si hay decisiones claras, es hora de empezar a caminar en grupos, para ir cruzando los abismos que nos han separado y avanzar hacia una nueva sociedad.
Jaime Hales es abogado y escritor