Con los ojos cerrados y la espalda encorvada, el ministro de Economía y Medio Ambiente alemán, Robert Habeck, se inclina respetuosamente ante el jeque qatarí Tamin Ben Hamad al Thani. Este 20 de marzo de 2022, ni la transición ecológica ni la “diplomacia de los valores” tan cara esta figura de los Verdes alemanes están a la orden del día: si Habeck marca así su deferencia frente a un defensor de los derechos humanos tan irreprochable como el emir de Qatar, antes de hacer reverencias al día siguiente ante el emir de los Emiratos Árabes Unidos, es para comprar energía poco favorable al medio ambiente: gas natural licuado (GNL) capaz de sustituir el gas ruso que hasta ahora ha impulsado a la economía alemana. Al otro lado del Rin, la imagen generó impacto. Refleja el terremoto provocado en Europa por la guerra rusa en Ucrania y las sanciones occidentales impuestas a Moscú. En pocas semanas, la cuestión de la seguridad energética se sumó a la de la crisis climática como prioritaria. Y, como es lógico, la ha eclipsado.
Desde fines del siglo XIX, las naciones e imperios se han obsesionado con asegurarse el suministro de recursos fósiles, así suponga explotar a sus poblaciones, remodelar los paisajes, colonizar continentes, subyugar a los aliados y poblar o despoblar regiones enteras. Entre 2007 y 2011, Exxon Mobil dominó Wall Street y, en noviembre de 2007, Petrochina batió brevemente el récord mundial de valorización bursátil. Quince años después, únicamente Saudi Aramco, parcialmente privatizada, permanece en el podio de las diez más importantes capitalizaciones bursátiles, rodeada de ocho gigantes de la alta tecnología. La era digital, que oculta cuidadosamente sus infraestructuras de alto consumo energético detrás de las pequeñas pantallas del gran público, y la vaguedad que acompaña la transición hacia los recursos renovables han hecho perder de vista la evidencia que había perseguido a generaciones de dirigentes occidentales: el acceso a la energía condiciona la soberanía de las naciones, su poder.
Tres meses después del inicio de la invasión rusa, la batalla energética que se libra lejos de Kiev cuenta ya con sus cornudos, sus canallas y sus conquistadores. Europa y, en particular, Alemania, pertenece inequívocamente a la primera categoría.
Al mejor postor
En su gestión de la crisis ucraniana, Bruselas ha cometido dos imprudencias. La primera fue reducir su fuerte dependencia del gas (45% a principios de 2022) y del petróleo (27%) rusos de forma precipitada y no planificada, sin disponer antes de una solución alternativa de una fiabilidad y costo equivalentes. El 8 de marzo de 2022, la Comisión Europea presentó el plan REPowerEu (1) para “eliminar nuestra dependencia de los combustibles fósiles rusos” y, más concretamente, para reducir el suministro de gas ruso en dos tercios para fines de este año. Salpicado de “hidrógeno verde”, energía solar, eólica y biometano, el proyecto se basa esencialmente en el gas natural licuado (GNL). Transportado en buques cisterna de GNL (cada buque contiene en la media el equivalente a un día de consumo en Francia), esta fuente de energía, que exportan principalmente Estados Unidos, Australia y Qatar, es objeto de todas las codicias, ya que un tercio del comercio internacional no se realiza por medio de contratos a largo plazo, sino al contado: el mejor postor se lleva la carga.
Al igual que las adulaciones de Robert Habeck en Medio Oriente, las justificaciones morales del ejecutivo de la UE para diversificar sus suministros son desconcertantes. “Nuestro pensamiento estratégico es el siguiente –explicaba Ursula von der Leyen, presidente de la Comisión–. Queremos construir el mundo del mañana como democracias con socios que comparten las ideas afines”, dijo, citando a Estados Unidos como socio energético del futuro, así como a otras tres democracias ejemplares: Azerbaiyán, Egipto y Qatar (2). Además, las negociaciones no se traducirán en flujos de gas significativos hasta dentro de unos meses o incluso años: Estados Unidos no tiene suficiente capacidad de exportación para sustituir el gas ruso; la cartera de pedidos de Qatar, dirigida en su mayoría a Asia, está llena hasta 2026; Egipto exporta la mayor parte de su producción a China y Turquía. Con los disturbios en Libia y el conflicto argelino-marroquí que provocó el cierre del gasoducto Maghreb-Europa (GME), el norte de África no ofrece ninguna solución. Como resultado, los precios del gas en Europa fueron seis veces más altos el pasado 27 de abril que un año antes (3).
En cuanto a los intereses europeos, el alineamiento de Alemania y de la Comisión Europea con las posiciones estadounidenses constituye un segundo error. Washington puede decretar más cómodamente un embargo sobre los hidrocarburos rusos (8 de marzo), ya que no sufre estas sanciones. Que la Comisión Europea haga lo propio anunciando el 4 de mayo “la eliminación progresiva del suministro de crudo ruso en un plazo de seis meses y de los productos refinados de aquí a fin de año” equivale a castigar a las poblaciones del Viejo Continente, en particular a las de menor nivel de vida. Más de la mitad del gasoil que importa Europa proviene, en efecto, de Rusia. Sin embargo, la subida de los precios de los combustibles no puede ser cubierta en su totalidad ni de forma sostenible por las medidas gubernamentales destinadas a evitar una crisis de los Chalecos Amarillos en todo el continente. Así, cuando diversifica acertadamente su abastecimiento energético, la Unión no tiene ningún interés en boicotear a Moscú. A este respecto, ya está surgiendo una división: frente a Polonia y los países bálticos, alineados con Washington y decididos a aislarse inmediatamente de los hidrocarburos “que financian la guerra de Putin”, Hungría y Eslovaquia, dos países abastecidos totalmente de petróleo por un oleoducto ruso, rechazan el harakiri energético que les propone Von der Leyen –se beneficiarán de exenciones temporales–.
La dependencia alemana
El caso de Alemania resume por sí solo la incoherencia europea. El país había sustentado su seguridad energética en un gas barato, contratos a largo plazo e infraestructuras sostenibles (los gasoductos NordStream 1 y 2). Esta estrategia se remonta a principios de los años 2000: la presencia de una Rusia debilitada y dócil en sus márgenes, donde abundaban los hidrocarburos, ofrecía a la Unión Europea una ventaja comercial frente a los proveedores argelinos o de Medio Oriente. Al decidir en 2011 el cese de la industria electronuclear, la canciller alemana Angela Merkel acentuó la dependencia de Berlín ante Moscú, apostando a una rápida transición hacia los llamados recursos verdes. Cuatro años después de la anexión de Crimea por parte de Moscú, la canciller seguía resistiendo a la presión estadounidense para que abandonara el NordStream 2. Berlín acordó entonces con Moscú presentar sus intercambios de gas e infraestructuras como estrictamente comerciales, con el fin de protegerlos al máximo de los vaivenes de la coyuntura internacional y de la política antirrusa de Washington. Los golpes de Estados Unidos, la presencia de los Verdes en la nueva coalición en el poder en Berlín y, luego, la invasión de Ucrania, destrozaron este statu quo (4). El 7 de febrero, el presidente Joseph Biden dijo en presencia de Olaf Scholz que la política energética alemana se decidía ahora en Washington y no en Berlín: “Si Rusia invade, es decir, si los tanques y tropas vuelven a cruzar la frontera con Ucrania, entonces ya no habrá NordStream 2. Le pondremos fin”. Es imaginable la reacción de la Casa Blanca si Alemania hubiera amenazado con “poner fin” a una importante infraestructura estadounidense en caso de invasión de Irak…
Con Kiev bajo las bombas, Berlín se alineó con la posición estadounidense en pocas semanas: abandono del NordStream2, reducción forzosa de la dependencia del gas ruso (ya reducido del 55% al 35% de enero a abril) hasta que deje de ser necesario a mediados de 2024, firma de acuerdos con Holanda, Noruega, Estados Unidos, Qatar, Polonia, anuncio el 1° de mayo del arriendo de cuatro terminales flotantes de regasificación de GNL y la construcción de otras dos y aceptación al día siguiente de un embargo petrolero inspirado por (…)
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