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Lo humano disminuido

Impactos de la inteligencia artificial

Aquí, todo remite a lo real; mientras que nada parece originarse ahí. Colores eléctricos, rostros y cuerpos de mujeres jóvenes que responden a un cierto ideal de perfección – al menos el que elaboraron las normas publicitarias globalizadas–; entorno urbano, diseño de interiores y del mobiliario, vestimentas, objetos… Todo parece haber sido capturado in situ, pero ninguno de estos elementos podría existir como tal. Ver el video Shout Down, del grupo coreano Blackpink, representante del K-Pop, es experimentar el estadio más avanzado de un régimen de la representación que está vigente desde hace muchos años: el de la indiferenciación. Por el uso de cámaras digitales, de retoques, del “fondo verde”, de la incorporación de imágenes digitales, es imposible distinguir lo que fue directamente filmado de lo que fue fabricado. Además, cada pixel fue recompuesto mediante cálculos y fue objeto de manipulaciones de todo tipo (formas, coloraciones, intensidad luminosa…) a fin de producir fascinación y magnetismo.

Estas modalidades llegan a ser casi brechtianas en su intención no disimulada de presentarse sin artificios. El resultado se podría calificar como real irreal. Es un orden icónico –con el cual el K-Pop, en primer lugar, armó su canon estético– que ejerce un encanto poderoso sobre la “generación Z”, nacida entre 1997 y 2010. Se deriva de una suerte de “filosofía” que reivindica el principio según el cual es posible, incluso deseable, no depender de lo real, forjarse un imaginario –o una idea de la vida– que se base en unos cimientos totalmente diferentes: desconectados de la realidad y, por lo tanto, embriagadores.

Esta dimensión se ve de algún modo duplicada en la apariencia de las jóvenes mujeres del video, representantes de uno de los países (Corea del Sur) donde más se recurre a la cirugía plástica (junto con Brasil) –al punto de personificar, en la carne y en la vida de los seres, las teorías de Jean Baudrillard sobre la omnipresencia del simulacro–. Redefinir a voluntad los componentes de lo real constituye a la vez una de las características de la época y una nueva fuente de ganancias para la industria del entretenimiento. Más allá del video de Blackpink o de tantos otros productos similares –que podríamos calificar como “estética de Avatar” (siguiendo el título de las dos películas realizadas por James Cameron y estrenadas en 2009 y 2022)– se puede considerar a este régimen de la imagen como la vanguardia de una relación con la representación que pronto será predominante: la que logra abandonar, incluso devaluar, a lo real.

Lo propio de la representación es que sostiene una relación con elementos existentes. Como en el mito narrado en otros tiempos por Plinio el Antiguo según el cual la pintura habría nacido del ingenio de una jovencita que, aprovechando el sueño del ser amado, que había sido llamado a partir hacia tierras lejanas, “rodea con una línea” la sombra de su rostro proyectado sobre un muro gracias a una lámpara. Este principio analógico sigue vigente invariablemente en el transcurso de las eras en el dibujo, la pintura y luego la fotografía. Todo simulacro procede de una impresión, de huellas, que permanecen, aun si bajo rasgos diferenciados. La abstracción en pintura o en fotografía no rompió toda atadura con lo real. Hace aparecer otro tipo de real, liberado de referente “objetivo” y hecho meramente de la presencia de formas que se ofrecen a nuestra percepción y que incluso las estimulan, aunque de otra manera.

Lo que caracteriza la imagen o la representación tal como la concebimos al menos desde el paleolítico es que algo preexistente se reproduce infinitamente y de mil maneras. Es decir, que hay un lazo eminentemente activo que se sostiene con el mundo. Los motivos en las cuevas de Lascaux, por ejemplo, son testimonio de una civilización y de maneras de ser que no se conformaron con ver, sino que además dieron a ver su comprensión del cosmos. Es una relación con lo real no turbia sino turbada e insatisfecha, y (...)

Artículo completo: 2 118 palabras.

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Éric Sadin

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