Una verdadera máquina de expulsar migrantes opera en la mayoría de los países de la Unión Europea. El control de las migraciones, con un costo creciente en vidas humanas, es objeto de arduas negociaciones entre los países europeos y sus vecinos, desplazando el control de las fronteras hacia el sur y el este.
Europa ha cambiado de muros. Hace veinte años, en Berlín, los líderes políticos de las naciones democráticas recibían de forma unánime la caída del Muro como una victoria de la libertad. “Toda persona tiene derecho a salir libremente de cualquier país, inclusive del propio”; al fin podría aplicarse el artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. En una resolución de 1991, el Consejo Europeo se regodeaba: “Hoy, ciertos cambios políticos permiten que las personas se desplacen libremente por Europa, lo que constituye una condición esencial para la subsistencia y el desarrollo de las sociedades libres y de las culturas florecientes” (sic). Libertad cuyas consecuencias no tardaron en generar temor. Primero, se recordó que “el derecho a desplazarse libremente, como lo prevén las convenciones internacionales, no implica la libertad de instalarse en otro país”. También hubo preocupación por “el espectacular aumento de la cantidad de solicitantes de asilo en Europa Occidental y en algunos países de Europa Central, tentados de utilizar la Convención de Ginebra para sortear las restricciones a la inmigración”.
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