Todo beneficia a la extrema derecha francesa: una economía estancada, un desempleo cuya curva sube en vez de bajar, el miedo al desclasamiento y a la precariedad, servicios públicos y una protección social amenazados, un “proyecto europeo” tan sabroso como una cucharada de aceite de ricino, una ola migratoria que infla el caos de varios Estados árabes, atentados masivos cuyos autores reivindican el islam… Sin olvidar, desde hace ya casi treinta años, un Partido Socialista que comparte con la derecha tanto la responsabilidad de las políticas neoliberales ya establecidas por los acuerdos europeos como el proyecto de mantenerse indefinidamente en el poder (o, para la derecha, de volver) presentándose, elección tras elección, como la última barrera contra el Frente Nacional (FN).
Balance: ninguna fuerza política exhibe tanta energía y cohesión como la extrema derecha, ninguna comunica con esa misma eficacia el sentimiento de que conoce el camino y que el futuro le pertenece. Ninguna esboza tampoco la menor estrategia de reconquista contra ésta. Eliminado de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales por Jean-Marie Le Pen el 21 de abril de 2002, el primer ministro Lionel Jospin ya hablaba aquella noche de un “golpe de estruendo”. Y, al mismo tiempo que se retiraba de la vida política, invitaba a sus camaradas socialistas a movilizarse “para preparar la reconstrucción del futuro”. La tarea le fue confiada a François Hollande…
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