El presidente turco Recep Tayyip Erdogan, que intenta reforzar su poder en Medio Oriente, se acerca a Arabia Saudita y a Rusia. Este reajuste estratégico testimonia la situación delicada que vive Turquía en su entorno regional. El tiempo en que se mostraba como uno de los grandes beneficiarios de las “primaveras árabes” parece ya tiempo pasado.
Desde 2014, la Turquía presidida por Recep Tayyip Erdogan intenta adaptar su política exterior a la evolución del conflicto sirio, pero también a su situación doméstica. En la época de las “primaveras árabes”, en 2011, la experiencia inédita del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) –una formación islamista-conservadora que fue llevada al poder a partir de las legislativas de 2002– hacía las veces de ejemplo democrático para la región. La diplomacia del buen vecino establecida por el ministro de Relaciones Exteriores Ahmet Davutoglu y el dinamismo de una economía emergente contribuían a dar una imagen positiva de este país en Medio Oriente. Por desgracia, la posición ambigua de Ankara respecto de los movimientos yihadistas en la crisis siria, su proximidad con los gobiernos islamistas nacidos de las transiciones políticas en curso –pero impugnadas– en Egipto y en Túnez y, la represión violenta, en la primavera 2013, de las manifestaciones populares nacidas de la oposición a la destrucción del parque de Gezi en Estambul, empañaron su estrella...
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