El 18 de octubre de 2019 inició en Chile un proceso de descontento popular conocido como “estallido social”. Las protestas se extendieron meses, poniendo en jaque a autoridades y la clase política.
Si bien la escala y frecuencia de las manifestaciones disminuyó con la llegada del Covid-19, el fantasma de las protestas vuelve al debate a raíz de la evocación de un año del estallido, el plebiscito para reformar la Constitución y la recuperación de la libertad de movimiento luego de varios meses de encierro.
A pesar del remezón del estallido social, pocos cambios estructurales son percibidos. Hoy, el debate se centra en el cambio constitucional y factores externos como el Covid-19, que han generado un clima de incertidumbre y donde las reformas han pasado a segundo plano. Aún así, es posible escuchar todavía a gente que dice no comprender las razones de las protestas. Sin ánimo de teorizar, un ejemplo en un contexto distinto puede ayudar a ilustrar cómo y por qué un grupo importante de la población apoyó las demandas que dieron origen al estallido.
Hace semanas, en mi edificio aparecieron carteles avisando el inicio de trabajos para cambiar cerámicas de los pasillos. La medida se justifica en el deterioro del material luego de casi 30 años desde la construcción del edificio. La carta es firmada por “La Administración”. Los trabajos serían realizados en horario laboral. Luego de varios mensajes y llamadas sin respuesta, dichos trabajos comenzaron sin más.
Podemos discutir si la medida es necesaria, pero más debatible es si es urgente, considerando las circunstancias actuales: encierro, estudiantes con clases a distancia y muchos adultos trabajando desde sus casas. La decisión provoca molestia en quienes viven hoy con un taladro sobre sus cabezas. En este escenario, la decisión de “La Administración” parece, al menos, incomprensible. ¿Por qué la situación puede ayudar a ilustrar lo ocurrido en octubre de 2019?
En primer lugar, hay un pequeño grupo de personas -“La Administración”- que toman decisiones que afectan a la mayoría, junto una falta de mecanismos para canalizar sus inquietudes. En general, estos puntos pueden no ser un problema per se: la mayoría de las democracias funcionan con sistemas de representación e, incluso, sin mecanismos de retroalimentación adecuados. Se asume, entonces, que quien decide conoce y valora los objetivos del resto y que es guiado por el principio del bien común, pero la decisión de “La Administración” refleja el evidente desalineamiento entre los objetivos de quienes toman las decisiones y quienes las acatan.
¿Qué motiva a “La Administración” a tomar su decisión? Usemos la perspectiva racional, con un enfoque de costo-beneficio. El (…)
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