En el norte de Perú, la ciudad de Cajamarca se precia de encarnar el “encuentro de dos mundos”: el de los conquistadores españoles y el de Atahualpa, el último jefe inca, en 1532. En ese entonces, el encuentro no derivó en un abrazo. Aprovechando la guerra fratricida entre Atahualpa y su hermanastro Huascar, los compañeros de armas de Francisco Pizarro lo capturaron y ejecutaron, antes de establecer su dominio sobre los territorios que conforman actualmente Perú y Ecuador. Se inició, así, una era de despojos que las independencias del siglo XIX no lograron interrumpir (1). Desde entonces, como el resto de América Latina, los Andes se desangran. Sus riquezas se agotan; las heridas permanecen.
Cinco siglos después, durante las elecciones presidenciales peruanas, la región de Cajamarca es uno de los puntos álgidos de un nuevo “encuentro”, del cual algunos esperan un cambio de reglas. Nuevamente, dos mundos se enfrentan, encarnados por los dos candidatos presentes en la segunda vuelta, el 6 de junio de 2021.
Por un lado, Keiko Fujimori, heredera del neoliberalismo autoritario instaurado por su padre, el dictador Alberto Fujimori, entre 1990 y 2000. Un sistema basado en la corrupción y el clientelismo, pero cuya agonía explica la crisis democrática que atraviesa un país considerado por mucho tiempo “estable”. Desde 2016, Perú ha tenido cuatro presidentes. Tres de ellos han tenido que responder ante la justicia por corrupción; el cuarto prefirió suicidarse (2). Frente a Fujimori, un profesor poco conocido, oriundo de la región de Cajamarca: Pedro Castillo, un hombre pobre, acostumbrado a trabajar la tierra, “un peruano como los demás”, como proclamaba uno de sus lemas de campaña.
Descrédito agravado
Por un lado, la capital, Lima –donde se concentran el 30% de la población y el 48,1% de la producción de riqueza (3)–, las grandes ciudades, la costa del Pacífico, la elite económica que orquestra la explotación del país y los compañeros de armas de Pizarro. Por el otro, las regiones montañosas, las zonas rurales, el sur de Perú y los descendientes de Atahualpa.
Con la salvedad de que 2021 no es 1532. El 28 de julio pasado, al cabo de una interminable saga electoral, Castillo, que sin dudas no esperaba llegar a la segunda vuelta un año atrás, se ciñó la banda presidencial y un sombrero tradicional de su región. Sin embargo, los dos mundos no han desaparecido y el país sigue tan dividido como ayer: los finalistas de la segunda vuelta solamente atrajeron al 18,5% de los inscritos en la primera, lo cual ilustra el descrédito del mundo político; un descrédito agravado aun más por la crisis del Covid-19.
Con casi 6.000 muertos por millón de habitantes, Perú es el país con el mayor número de víctimas de la enfermedad en proporción a su población. El sistema de salud, en gran medida privatizado, se reveló incapaz de contener el avance de la pandemia. Ausente de las provincias, el Estado dejó millones de habitantes en una total precariedad social y sanitaria. Aquí, la gente lleva dos máscaras superpuestas con la esperanza de evitar el contagio. En los centros urbanos, la incapacidad de las autoridades de respaldar al 75% de trabajadores informales que viven al día ha sumido en la pobreza a más de tres millones de personas (una décima parte de la población) desde el comienzo de la pandemia (4). Y, sin embargo, el país acaba de vivir una revolución: por primera vez, un presidente se asemeja a la población que pretende representar.
En los confines del Perú septentrional, la relegación se manifiesta más crudamente a medida que uno se aleja de la capital regional, Cajamarca. A lo largo del camino que conduce a Puña, una aldea ubicada en el corazón de la cordillera peruana, el Estado brilla particularmente por sus deficiencias. Las minas a cielo abierto se disputan las laderas de la montaña con las pequeñas parcelas de cultivos alimentarios de maíz y alubias, papa y yuca. Ninguna ruta está asfaltada: sólo hay caminos sinuosos. Se necesitan varias horas de camino para llegar a la tierra natal de Castillo.
En la entrada de Puña, las familias campesinas trabajan la tierra con arados tirados por bueyes. Otros, más afortunados, utilizan motocultivadores anticuados. El trabajo en el campo marca el ritmo del día. Al fondo de un camino rocoso se yergue una casa con paredes de adobe. En la cocina con suelo de tierra, las ollas humean en un hogar de brasas. Una bombilla inunda el rostro de José Mercedes Castillo con una luz blanca. El hombre lleva un sombrero de paja característico de los campesinos de la región, el mismo que luce su hermano Pedro en todas sus apariciones públicas. “En nuestro país, la esclavitud no ha desaparecido. Seguimos siendo explotados por otros peruanos, por algunos de los nuestros”, insiste Don Mercedes. ¿Qué hay del “milagro peruano”, tan celebrado por los medios internacionales? “Aquí no existe”. En las alturas del barrio obrero de San Juan de Lurigancho, en Lima, Augustina Cardenal, encargada de una olla común, un comedor popular autogestionado, también ofrece una observación amarga, alejada del supuesto éxito económico peruano: “La gente tiene hambre, no hay trabajo. No tenemos agua corriente ni electricidad. Donde yo vivo, disponemos de un solo cuarto de baño para trescientas personas”.
Arraigo social
La pandemia del Covid-19 dio lugar a toda una serie de reivindicaciones por parte de nuevos actores políticos –mujeres, en particular– que hasta ahora se habían mantenido al margen de las formas y las estructuras tradicionales de la acción política o sindical. Con su origen social y militante, Castillo les ha ofrecido una superficie de proyección y, tal vez, la esperanza de ver que el Estado lleve adelante sus luchas.
Si bien el nuevo Presidente no pertenece al palacio, El Profe no es un desconocido en el panorama político. En 2017, un importante movimiento social sacudió el país. La causa: la voluntad del gobierno de reducir la cantidad de puestos de maestros de escuela para contratar trabajadores contractuales. Esto suscitó la cólera en el campo. Lejos de las ciudades, los profesores son los portavoces habituales de las reivindicaciones sociales. En torno a ellos se organizan toda clase (…)
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