Washington se encarga de recordarlo a menudo: ningún país latinoamericano está a salvo de sus maniobras. El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, estima que esa amenaza justifica encarcelar opositores que, sin embargo, no sienten simpatía por Estados Unidos. Para el dirigente, una prioridad absoluta: conservar la presidencia.
El 7 de noviembre los nicaragüenses irán a las urnas para una elección presidencial de la que pocos dudan que ratificará a Daniel Ortega en el poder. ¿Una nueva victoria para la izquierda latinoamericana? Sin dudas, para aquellas personas que ven al dirigente sandinista como un revolucionario antiimperialista. No contento con levantarse contra Washington, Ortega exhibe una “opción preferencial por los pobres”, como lo subrayó el ministro de Relaciones Exteriores nicaragüense Denis Moncada el 26 de septiembre de 2021, durante una reunión “de solidaridad” con su país organizada en los suburbios de Nueva York. Retomaba la terminología asociada a la doctrina social de la Iglesia Católica reivindicada por la corriente de la Teología de la Liberación, muy influyente en el pasado en América Latina. Sin embargo, otros estiman que el presidente Ortega y su esposa, Rosario Murillo, dirigen un régimen autocrático, que habría eviscerado la democracia nicaragüense y sería responsable de represiones y violaciones de derechos humanos. En otros términos, el sandinista de hoy habría traicionado al de ayer, que había contribuido al triunfo de la Revolución a fines de los años 70.
La coartada del imperialismo
La tesis que hace de Ortega uno de los representantes de la gran tradición revolucionaria latinoamericana subraya su rol de Secretario General del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en el derrocamiento del dictador Anastasio Somoza, en julio de 1979. La “Junta de Reconstrucción Nacional” que entonces dirigió el país nacionalizó los bancos, las compañías aseguradoras así como los recursos mineros y forestales. Las importaciones y exportaciones de productos alimenticios fueron puestas bajo control gubernamental, mientras que el Estatuto sobre Derechos y Garantías adoptado por decreto el 21 de agosto de 1979 suprimió la pena de muerte y garantizaba las libertades individuales.
Bajo el presidente estadounidense Ronald Reagan, Estados Unidos reaccionó financiando grupos armados que intentaron derrocar a los sandinistas sembrando el terror en el país: los contras. Washington organizó incluso un tráfico de armas hacia Irán, a pesar del embargo que afectaba al país, para financiar su intervención. Entre 1981 y 1990, cerca de 30.000 nicaragüenses murieron en un conflicto que devastó la economía. En esas condiciones, Ortega perdió la elección organizada en 1990, que llevó al poder a la conservadora Violeta Chamorro e inauguró un período de dieciséis años de “reformas” neoliberales.
Ortega volvió entonces al poder, tras la elección presidencial de 2006. Para quienes lo apoyan, este retorno al poder –ininterrumpido desde entonces– confirma el compromiso revolucionario del sandinista. En un reciente artículo, la investigadora Yorlis Gabriela Luna detalla su alcance (1): una década de crecimiento económico, que facilitó una reducción del 30% de la pobreza; la tasa más baja de homicidios de América Central, la región más violenta del mundo en tiempos de paz; gratuidad de la educación primaria y secundaria; gratuidad de los cuidados médicos para los pobres, y la construcción de infraestructura básica (rutas, cloacas, agua potable) “que siempre habían faltado en la historia del país”. ¿Es esto suficiente para hacer una revolución, o incluso para instaurar el socialismo? Puede que no. Pero se trata, subrayan los partidarios de Ortega, de victorias de suma importancia en un contexto histórico poco propicio. Victorias que legitiman los compromisos que las volvieron posibles (con el sector privado, los conservadores, ex-contras o la Iglesia Católica). El presidente nicaragüense se destacaría entonces por su pragmatismo, un sentido de la relación de fuerzas que les dio a los trabajadores y a los pobres mucho más de lo que una postura de pureza revolucionaria autorizaba.
Descarrío autocrático y derechista
La relación entre Managua y Washington -que se volvió tormentosa a lo largo de estos últimos años- alimenta esta lectura de los hechos. En (…)
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