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Tras ocho años de conflicto sangriento

Convivir con la guerra en Yemen

En 2014, Yemen se partió en dos tras un levantamiento armado de los opositores hutíes. Un año después, una coalición liderada por Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos intervino militarmente para contrarrestar la rebelión. Y en 2019, un golpe de independentistas del sur dividió el país en tres. En este contexto de guerras entrelazadas, miles de refugiados intentan sobrevivir.

Los niños salen alborotadamente de un estrecho edificio prefabricado. Sentados, apretados, pegados unos a otros en los bancos, algunos terminan de copiar sus lecciones. Estamos en Marib, uno de los bastiones aun controlados por el ejército del gobierno yemení en guerra con los rebeldes hutíes. Ahmed Mubarah, encargado de la seguridad del campamento de al-Koz, dice que allí viven 600 familias, es decir, el equivalente a 3.000 refugiados. Se ha construido una escuela para intentar reescolarizar una juventud a menudo privada de educación desde que comenzó la guerra civil, a fines de 2014. Los orígenes son diversos. En total, están representadas 13 gobernaciones, principalmente las del noroeste invadidas por la rebelión.

Mahsah Saleh, profesor voluntario, “hace todo lo posible por mantener a sus alumnos concentrados” para poder “transmitirles algo”. Las condiciones de aprendizaje son especialmente duras. El ala izquierda de la pequeña escuela ya no tiene acceso a la electricidad. “En cuanto sube la temperatura, las aulas se convierten en hornos porque no hay aire acondicionado. Además, los alumnos tienen que compartir entre seis un pupitre que en principio es para dos. Y los baños ya no están conectados al agua corriente”, enumera el docente, que concede que en toda su carrera nunca había visto tanto analfabetismo. “Tiene que ver con el desplazamiento regular de las poblaciones desde la guerra y la desescolarización forzosa”, explica. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), 3,5 millones de niños del país no van a la escuela desde hace años. Saleh menciona también los numerosos traumas psicológicos que sufren los alumnos que no han conocido otra cosa que la guerra. Es el caso de los niños que, en un momento u otro, fueron alistados a la fuerza y que se ven sumidos en un estado de pánico total por los bombardeos cercanos. Según UNICEF, entre marzo de 2015 y noviembre de 2022, más de 11.000 niños han muerto o han resultado gravemente heridos y más de 4.000 han sido utilizados por los beligerantes (1).

Se ha formado una multitud en el patio. Una ONG local islámica reparte comida. Niños y niñas se atropellan para llenar sus estómagos. Desde 2015 y la intervención militar liderada por Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, los medios de comunicación occidentales tienden a asociar la imagen de Yemen con la de una hambruna endémica. La realidad es más dispar. Es cierto que el país está continuamente en un límite inestable, pero nunca ha caído en una crisis alimentaria comparable a lo que ha ocurrido, por ejemplo, en países del este de África. En Marib, donde viven más de 2 millones de refugiados, lo que lo convierte en el mayor refugio del país, las autoridades locales son categóricas: aunque muchas familias no satisfacen sus necesidades alimenticias, nadie muere por esta situación. Pero las dificultades aumentan. La ayuda humanitaria se ha reducido drásticamente desde 2020. El cansancio de los donantes, los efectos de la pandemia de Covid-19, una coyuntura económica menos favorable y la priorización del teatro de operaciones ucraniano para las organizaciones occidentales: la ayuda humanitaria ha caído un 75% con respecto a 2022. En Marib, sólo un puñado de organizaciones internacionales distribuye dinero y comida aquí y allá y presta algunos cuidados. Oxfam y Médicos Sin Fronteras (MSF) son particularmente activas. Pero tras el secuestro de dos de sus empleados en la ruta entre Seiyún y Marib a principios de 2022, MSF se vio obligada a reducir sus actividades. “No entendemos por qué las ONG en Yemen han establecido sus sedes en Saná y concentran allí sus actividades. En esa zona ya no hay guerra, mientras que en Marib hay una emergencia y seguimos recibiendo refugiados a causa de los combates”, se lamenta Saïf Nasser Muthana, responsable de las poblaciones desplazadas en la gobernación. Desde 2021, 12.000 nuevas familias desplazadas se han hacinado en 189 campamentos repartidos en la ciudad y el wadi (zona próxima al cauce del Río Dhana). “Proveemos los servicios básicos a estas personas porque más de la mitad de nuestro presupuesto se destina a la guerra. Nuestro desafío es conectar estos campamentos a la electricidad y construir escuelas”, afirma. A nuestro entrevistado le resulta difícil permanecer mucho tiempo de pie porque su prótesis le molesta. “Salté sobre una mina mientras visitaba un campamento. Las crecidas del wadi desplazan los artefactos explosivos, que se colocan en el frente, hacia las zonas civiles”, cuenta.

Escenarios de combates

A pesar de la afluencia masiva de poblaciones en peligro, Marib ha vuelto a ser un remanso de diversidad cultural y lugar de encuentro de la población yemení que fue en tiempos de los reinos politeístas de Qataban, Hadramaut, Ma’în, Himyar y Saba. Abandonada progresivamente en el siglo VI debido a las dificultades para mantener sistemas de irrigación viables, la región de Marib vio cómo sus poblaciones emigraban a las tierras altas de Yemen, más frescas y lluviosas. Hasta el estallido de la guerra, la gobernación sólo tenía 400.000 habitantes. Una (...)

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Quentin Müller

Periodista, corresponsal de Le Monde Diplomatique.

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