Cuando se recorren las soleadas rutas del sur de Arizona, ¿cómo no sentirse invadido por una sensación de absurdo? Mientras el Oeste estadounidense atraviesa una prolongada sequía, en el desierto de Sonora se construyen condominios hasta donde alcanza la vista, unidos a centros comerciales por rutas de doble carril; cerca del aeropuerto de Tucson, viviendas insalubres, sin aire acondicionado y a menudo sin agua corriente, salpican las áridas y polvorientas llanuras del condado de Pima; a pocos kilómetros, lujosas villas rodeadas de cactus centenarios dominan el valle y dejan ver elaborados “jardines desérticos”, que adornan con plantas xerófitas y piedras bellamente dispuestas las recomendaciones oficiales de no consumir demasiada agua. Para mantener esta expansión urbana y sus beneficios económicos, un canal de más de 540 kilómetros (el Central Arizona Project) desvía las aguas del Río Colorado (con un caudal de 85 metros cúbicos por segundo, en una vía de más de siete metros de ancho medio, regulado por 14 estaciones de bombeo y varias decenas de válvulas).
Es también en esta región, que vive por encima de sus recursos hídricos, donde el gobierno del condado de Pima ha tomado iniciativas ecológicas. El Río Santa Cruz, seco desde hace varias décadas debido a la sobreexplotación de las napas freáticas y los arroyos de la región (pastura, agroindustria, cultivo de algodón, minería, crecimiento urbano, etc.) ha vuelto a fluir alimentado por las aguas residuales de la ciudad de Tucson, que ahora se reciclan y vierten en varios lugares. Aunque el proyecto no se corresponde del todo con una restauración ecológica que garantice el funcionamiento del ciclo del agua y la autorregulación de los ecosistemas, pone de relieve un rasgo clave de la relación contemporánea con los “recursos naturales”, incluso cuando está impulsada por las mejores intenciones medioambientales: el acceso al agua depende de una vasta infraestructura técnica (1) –en este caso, plantas depuradoras (con sus dispositivos químicos) y tuberías para conducir el agua reprocesada hasta el río–. Las reflexiones sobre los conflictos hídricos suelen dejar de lado este hecho ordinario en favor de una idea general y generosa, al menos en apariencia: este recurso debería considerarse un bien común, esencial para la vida. Esto daría lugar a un “derecho al agua” que institucionalizaría un vínculo espontáneo entre la Naturaleza y la Humanidad. Sin embargo, nada es menos natural que el acceso al recurso y las formas socializadas de su apropiación.
El investigador Bernard Barraqué (2) distingue tres etapas en el desarrollo de la industria del agua: la gestión cuantitativa basada en la ingeniería civil que suministra agua de fuentes lejanas (siglo XIX), la gestión cualitativa basada en la ingeniería sanitaria y las instituciones locales (fines del siglo XIX, principios del siglo XX) y, por último, la gestión patrimonial que implica una ingeniería medioambiental. Esta tercera era habría permitido pasar de una lógica basada en la oferta (aumento del recurso) a una gestión basada en la demanda (usos más sobrios) en la que se trata menos de un recurso natural que de un servicio de suministro, en particular para las ciudades. La mayoría de las instituciones internacionales hacen propia esta lógica de oferta y demanda. Así, la Asociación Mundial para el Agua (Global Water Partnership) –organización intergubernamental especializada en cuestiones de gestión hidrológica– denuncia la falta de preocupación de las directivas europeas por estos problemas de sequía y la cuasi ausencia de medidas de adaptación de los usos: en efecto, mientras que los “planes de gestión” europeos recomiendan reaccionar ante la sequía aumentando los suministros o prevenirla almacenando agua con vistas a aumentar la oferta, las políticas de adaptación basadas en un enfoque de demanda (adaptando los usos a los límites de los recursos disponibles) están “globalmente ausentes de las medidas europeas” (3). Por tanto, debemos seguir trabajando en el uso del agua: no más piletas y orinar en la ducha mientras nos lavamos los dientes con la otra mano.
Aumento de las sequías (…)
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