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“El peor enemigo de la moneda estadounidense es Estados Unidos”

¿Es verdaderamente el fin del dólar?

La cumbre de los BRICS en Johannesburgo en agosto de 2023 fue acompañada por declaraciones oficiales que denunciaban el lugar de la moneda estadounidense en la economía mundial, así como su uso con fines políticos. Moscú y Brasilia anunciaron querer limitar su exposición al billete verde. ¿Pero basta con declarar el fin de la hegemonía del dólar para ponerla en acto?

“Las noticias que dan cuenta de mi muerte son muy exageradas”, habría ironizado Mark Twain en 1897, cuando una agencia de noticias anunció su fallecimiento. El reciente aluvión de declaraciones que anuncia a los cuatro vientos el fin de la hegemonía del dólar evoca el genio del escritor estadounidense: a pesar de ciertas palabras encendidas, el actual sistema monetario internacional (SMI) no está muerto. Sin embargo, está enfermo, como el autor de Huckleberry Finn en el momento en que se publicó su necrológica prematura.

El cuestionamiento del rol del billete verde dentro de la economía mundial no es nuevo. En 2010, Nicolas Sarkozy aprovechó la presidencia francesa del G20 para denunciar un modelo que convierte “a una parte del mundo en dependiente de la política monetaria estadounidense” (1). Unos cincuenta años antes, el ministro de Finanzas francés Valéry Giscard d’Estaing denunciaba el “privilegio exorbitante” que confería a Estados Unidos el uso internacional del dólar. Menos de quince años después de su nacimiento, los desequilibrios en el funcionamiento del SMI ya eran lo suficientemente evidentes como para que en 1958 el economista belga Robert Triffin señalara una “amenaza inminente para un dólar estadounidense que ha perdido su antiguo poder” (2). En 1976, su homólogo Charles Kindleberger estaba convencido de lo mismo: “Se terminó el dólar como moneda internacional” (3). Y, sin embargo, el billete verde sigue reinando en la cumbre del sistema económico mundial…

Los acuerdos de Bretton Woods

¿Acaso se trate hoy de la supervivencia de una protesta que se convirtió en ritual, en la que cada anuncio de un cambio de rumbo está condenado a envejecer peor que un buen vino? Tal vez no. Porque cuando el presidente ruso Vladimir Putin predice “el comienzo del fin” (4) para el dólar, y la ex presidenta brasileña Dilma Rousseff, ahora a la cabeza del Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica) (5), promete “encontrar los medios para ya no ser […] dependientes de una única divisa” (6), ambos se expresan en un contexto en el cual la guerra en Ucrania alargó notablemente la lista de recriminaciones dirigidas contra el SMI.

Gran vencedor de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos impone su dominación al mundo tras el conflicto. Esta “pax americana” descansa, entre otras cosas, sobre la instauración de un sistema monetario dominado por el dólar, y cuyas modalidades organizan en julio de 1944 los acuerdos de Bretton Woods. La moneda estadounidense será la única directamente convertible en oro y tendrá el rol de pivote en torno al cual se definirán todas las tasas de cambio. El Fondo Monetario Internacional (FMI) (7) y el Banco Mundial, creados para velar por la aplicación de los acuerdos, residirán en Washington; Estados Unidos gozará de un derecho de veto en el primero y del poder (de oficio, pero muy real) de nombrar al Presidente del segundo.

En general, los países endeudados deben encontrar la manera de obtener, ante sus socios, las divisas que les permitan poner en regla sus préstamos. Pero no Estados Unidos, que “se endeuda gratuitamente pagando sus deudas, en parte, con dólares que depende sólo de ellos emitir, y no con el oro que tiene un valor real y que hay que haber ganado para tenerlo”, denuncia el presidente francés Charles de Gaulle en una conferencia de prensa el 4 de febrero de 1965. Ese “privilegio” le permite a Estados Unidos acumular déficit exterior. En otros términos, gastar sin rendir cuentas.

Una contradicción amenazante

Pero las críticas de París son tanto menos importantes cuanto que Washington extrae un triple beneficio de esta situación. Por un lado, Estados Unidos financia con comodidad sus gastos militares vinculados con la Guerra Fría. Por el otro, mejora artificialmente el nivel de vida de una amplia parte de su población. Finalmente, sus empresas pueden efectuar a menor costo inversiones extranjeras directas (IED), que garantizan su expansión en la economía mundial. Resultado: la primera potencia mundial es el país cuya deuda externa es la más alta, estimada en 24,952 billones de dólares a inicios de 2023.

No obstante, muy pronto se observa que el SMI basado en el dominio del dólar –calificado a veces como “dollar exchange standard” – está atrapado en una contradicción amenazante, que el economista Triffin identifica desde fines de los años 1950. En efecto, el sistema debe cumplir con dos funciones incompatibles. Por un lado, el SMI obliga a la Reserva Federal Estadounidense (Fed), el banco central de Estados Unidos, a proceder a emisiones regulares de dólares para acompañar el crecimiento de los intercambios internacionales. Este escenario permite a Estados Unidos conservar su “privilegio”. Pero esto engendra un crecimiento más rápido de los dólares en circulación que del stock de oro de Fort Knox, lo que mina la confianza de los países extranjeros respecto de que sus tenencias en billetes verdes puedan ser convertidos en el metal precioso. Ahora bien, el SMI descansa sobre esta certeza, el principio de paridad del oro con el dólar. Al mismo tiempo impone entonces a los Estados Unidos que reduzca sus déficits, incluso si esto obstaculiza los intercambios internacionales y deprime la economía mundial.

Mientras que, con toda evidencia, Estados Unidos no contempla renunciar al mecanismo que cimienta su supremacía, el general De Gaulle lo pone contra la pared. En 1965, exige la conversión de los dólares que tenía Francia en metal precioso –una decisión que ofende a la Casa Blanca y le vale el sobrenombre de GaulleFinger en referencia al episodio de la serie de James Bond que había sido estrenada un año antes, Goldfinger. Calculando que el stock de oro de Estados Unidos no permitiría responder a la multiplicación de demandas similares, el presidente Richard Nixon decide, el 15 de agosto de 1971, que pulverizaría el SMI concebido en Bretton Woods: suspende la convertibilidad del dólar en oro e inaugura de facto una nueva fase de flotación general de las divisas. La decisión unilateral de Washington no sólo lleva a la “reapertura del gran casino monetario”, como explica el economista James K. Galbraith (8), también permite un retorno progresivo a la liberalización de la circulación de capitales. Es decir, los mecanismos que Bretton Woods había buscado contener por sus efectos devastadores en el período de entreguerras.

“El sistema recupera entonces un potencial de desestabilización inédito desde la Segunda Guerra Mundial subraya un alto funcionario del ministerio de Economía ruso que aceptó intercambiar unas palabras con nosotros bajo el anonimato–. Y lo hace en un contexto en el que la ‘divisa clave’ sigue siendo una moneda nacional, manejada en función de objetivos nacionales.” “El dólar es nuestra moneda, pero es vuestro problema”, habría replicado el secretario del Tesoro John Connally a los diplomáticos europeos alarmados por la decisión del presidente Nixon en 1971. En este terreno, nada cambió. Confrontada a un episodio inflacionista, la Reserva Federal procede, desde marzo de 2022, a una alza de sus tasas de interés motivada por preocupaciones internas (9). Una política nacional que, según Rousseff, se traduce “en una mayor probabilidad de reducción de las perspectivas de crecimiento y una mayor probabilidad de recesión” (10) en el resto del mundo…

Medidas coercitivas

Hasta ahí, nada demasiado nuevo, entonces, en las críticas formuladas respecto del dólar. Pero la guerra en Ucrania sacó recientemente a la luz otra falla del SMI: el uso de parte de Washington del doble estatuto del dólar –moneda nacional y divisa clave del SMI– para imponer sanciones a actores económicos privados, o nacionales juzgados hostiles. O bien, para retomar una formulación que se hizo habitual desde 2022, “la transformación del dólar en un arma”.

La lista de medidas coercitivas del Tesoro estadounidense, entre las cuales las primeras datan de bastante antes de la invasión a Ucrania por parte de Rusia, contienen 2.206 páginas, más de 12.000 nombres y afectan a 22 países. Según Christopher Sabatini, del think-tank británico Chatham House, “más de un cuarto de la economía mundial está bajo el impacto de una forma u otra de sanción” (11). Recurrir a este tipo de disposiciones se aceleró en el transcurso de la última década, cuando “los sucesivos presidentes estadounidenses optaban por una estrategia que se juzgaba poco costosa en esfuerzos y en sangre para poner en orden sus problemas de política exterior”, analiza Financial Times (12). Ahora bien, a los privilegios del endeudamiento fácil y de la coerción monetaria, el dólar agrega el de la extraterritorialidad: gracias al dólar, Washington está en medida de imponer decisiones a todos los actores que quieran utilizar su moneda. En 2015, el banco francés BNP-Paribas fue condenado a una multa récord de 8.900 millones de dólares por no haber respetado el embargo de Estados Unidos a Cuba, Sudán e Irán. La mayor parte de las operaciones efectuadas por este banco con los tres países “enemigos”, por fuera de su territorio, estaban nominadas en (...)

Artículo completo: 4 773 palabras.

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Renaud Lambert y Dominique Plihon

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