Son las 14:30hs del miércoles 13 de diciembre cuando Julian Assange hace su entrada en el sector de visitantes de la cárcel de alta seguridad de Belmarsh, en el sudeste de Londres. Con su metro ochenta y ocho, su melena blanca y su barba bien recortada, el lanzador de alertas y fundador de WikiLeaks desentona en medio de la fila de prisioneros. Frunciendo los ojos, escudriña la sala buscando un rostro familiar entre la multitud de esposas, hermanas, hijos y padres de detenidos. Lo espero en el lugar que me ha sido asignado, el punto D-3; un islote entre otros cuarenta similares, formado por una pequeña mesa baja y tres sillas acolchadas, dos azules y una roja, atornilladas a un parquet que recuerda el de una cancha de básquet. Nuestras miradas se cruzan, nos acercamos y nos damos un abrazo. Hace seis años que no nos hemos visto. No puedo evitar decir: “Estás paliducho”. Con una sonrisa pícara que conozco bien, responde: “Se le llama la palidez del detenido”.
Desde que en junio de 2012 se refugió en la pequeña embajada de Ecuador en Londres, Julian no ha estado al aire libre –salvo durante un minuto cuando los policías lo echaron en su furgoneta–. Aquí, donde fue encerrado el 11 de abril de 2019, no se le deja ver la luz del día. Está encerrado en su celda veintitrés horas sobre veinticuatro, y su única hora de “paseo” tiene lugar entre cuatro paredes, bajo la mirada de los guardias.
Reglas son reglas
Llegué al lugar una hora y media más temprano tras un trayecto en tren y ómnibus. Las formalidades de registro y de seguridad comienzan en el centro de recibimiento de los visitantes, un edificio de una planta separado de la cárcel, tan lúgubre como una cantina de los años 1950 en una pintura de Edward Hopper: mesas de baja gama, sillas gastadas, luz tenue, hileras de boxes a lo largo de paredes vidriadas. Una mujer cálida que debe tener como yo, unos 72 años bien cumplidos, me propone tomar un café, ya que llegué antes. Me dirijo a una kitchenette rudimentaria en la que un hombre vierte agua hirviendo sobre un fondo de café molido.
Veinte minutos después, se abre la puerta de una oficina contigua y comienza a formarse la fila para obtener los permisos para ingresar. Tres agentes en uniforme están sentadas detrás de una ventanilla alta. Cuando digo mi nombre, la mujer que tengo enfrente consulta su computadora: “¿Está aquí para el señor Assange?”. Educada, casi amable, toma las huellas de mis dos índices y me indica que mire la cámara colocada encima de nuestras cabezas para la foto.
Al observar las tres obras encuadernadas que pretendo darle a Julian, me invita a presentárselas a su vecina. Además de mi último ensayo, Soldiers Don’t Go Mad – la historia de un hospital psiquiátrico para oficiales en estado de shock durante la Primera Guerra Mundial–, traje la nueva novela de Sebastian Faulks, The Seventh Son, así como Pegasus: The Story of the World’s Most Dangerous Spyware, una investigación de Laurent Richard y Sandrine Rigaud. Mi interlocutora descubre la dedicatoria que escribí para Assange en la página del título de mi libro y me informa que será imposible entregárselo. “¿Por qué?” –la pregunta que no debe hacerse en una cárcel–. Respuesta: las obras destinadas a los detenidos no deben tener ninguna inscripción. Protesto: no es un código secreto, es sólo mi firma en un libro que yo escribí. No importa. Es la regla. Me pide que vaya a esperar en la cafetería mientras averigua qué hacer con los otros dos volúmenes. (…)
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