¿Se imaginan si Washington descubriera que China piensa asesinar a opositores en su territorio y el asunto produzca apenas algo más que unas pequeñas fricciones diplomáticas? Es lo que acaba de ocurrir con India. En noviembre pasado, el Ministerio de Justicia estadounidense sacó a la luz una operación de los servicios secretos indios que pretendía eliminar a opositores sijes en Estados Unidos y en Canadá. ¿La reacción del presidente Joseph Biden ante el descubrimiento? Se conformó con rechazar la invitación de Modi a celebrar el Día de la República con él, el 26 de enero pasado, evitando detallar públicamente sus razones. La propuesta india circuló por la jerarquía de las capitales del mundo libre hasta aterrizar en la oficina del presidente francés Emmanuel Macron. Este se apresuró a aceptar y a asegurar que la “herida” occidental será de corta duración.
El orden internacional “basado en reglas” muestra así una singular flexibilidad. Algunos países gozan de un tipo de carta blanca cuya ampliación al resto del mundo resultaría difícil de imaginar. En efecto, como gigante asiático, India goza de una ventaja geopolítica considerable: no es China. Ahora bien, en la pulseada que lo enfrenta a Pekín, Washington cuenta con Nueva Delhi para desempeñar el rol de contrapeso económico y diplomático ante el auge del Imperio del Centro. Ello vuelve a Occidente muy tolerante.
Durante mucho tiempo Modi estuvo privado de la visa para Estados Unidos y Europa a causa de su responsabilidad en el pogromo antimusulmán de 2002 en Gujarat. Ministro jefe del Estado, prohibió a la policía contener a las multitudes hindúes, cuya violencia, estimulada por corrientes supremacistas, se abatía entonces sobre la población musulmana. El episodio provocó la muerte de más de 2.000 personas en el seno de esta comunidad y el desplazamiento forzado de otros miles. Este episodio anunciaba la política que Modi seguiría a lo largo de toda su carrera: la del Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), literalmente, Asociación de Voluntarios Nacionales, insignia del nacionalismo hindú (1).
Llegado a la cabeza del gobierno en 2014, Modi centralizó el poder como nunca. Eliminó a Darwin de los programas escolares y a las grandes organizaciones no gubernamentales –Amnesty International, Greenpeace, Oxfam– de las calles del país. Construyó un culto de la personalidad cuyas modalidades provocarían terror si su objetivo fuera halagar al dirigente chino Xi Jinping: por ejemplo, “Modi tiene una aplicación en su smartphone, NaMo, que incluye un juego en el cual se ganan puntos cada vez que las acciones del Primer Ministro son aprobadas”, relatan los periodistas Sophie Landrin y Guillaume Delacroix (2). El Primer Ministro amordaza a jueces, intelectuales, denunciantes y todo aquello que parezca una forma de oposición. Sobre todo, mantiene su política de ostracismo hacia los musulmanes.
Entonces, Modi no cambió; pero Occidente sí, que tiene especialistas en India entre sus guardianes mediáticos del orden dominante. El país “no es solamente la democracia más grande, sino la madre de las democracias”, declara Franz Olivier-Giesbert, haciéndose eco de las palabras del propio Modi. Bajo “el reino” de este último, “el hinduismo volvió a encontrar color y orgullo. De ahí la histeria hindufóbica de los medios intelectuales europeos o estadounidenses, que a menudo tienen una debilidad por el islam, supuesta religión de las ‘víctimas’”. Por cierto, concluye el periodista, “los musulmanes son mejor tratados en India que los cristianos en Pakistán” (3). Desgraciadamente, esto es incorrecto. “La situación de los hindúes en Pakistán es precaria. Pero no son linchados ni encarcelados masivamente, y sus casas no son destruidas con topadoras”, resalta el (…)
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