Como muchas zonas de la política oficial, la tributaria tiene luces y sombras. En los últimos años el grado de regresividad se redujo, pero las injustas características básicas del sistema no cambiaron. El gobierno demora una reforma tributaria y mantiene un sistema que penaliza el consumo y los salarios bajos, favorece la especulación y sigue beneficiando a los sectores de mayores ingresos.
En 2002 la presión tributaria neta, es decir lo que el fisco nacional y provincial recaudan en relación a la actividad económica, llegó al 27,6% del PBI, un 30% más que la de los años 1995 y 1998, los dos años de mayor actividad de los ’90. Este aumento tiene rasgos de progresividad, por al menos dos razones: la recaudación de los impuestos a las ganancias y utilidades (IGU) llegó al 5,4% del PBI, el doble del porcentaje de 1995, y la recaudación de los impuestos a la propiedad llegó al 2,10% del PBI, 12 veces más que lo recaudado por el generoso gobierno menemista.
No obstante, la recaudación por impuestos internos sobre el consumo de bienes y servicios fue del 9% del PBI, un porcentaje levemente superior al de los ’90. La caída en la participación de los impuestos al consumo en la recaudación total no se debió a una mayor presión sobre los ricos, sino al aumento de la recaudación de impuestos al comercio exterior (retenciones y aranceles a las importaciones) y al impuesto al cheque. En la actualidad, el IGU representa la cuarta parte de la recaudación total, 10 puntos menos que los impuestos al consumo.
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