El uno y el único
En las elecciones presidenciales organizadas periódicamente por mis servicios de seguridad y en las que soy plebiscitado por el 99,9 % de la población, el número exiguo de opositores –unas pocas decenas en un censo de más de diez millones– me convencía, por su insignificancia, del éxito rotundo de mi gestión desde el día ya lejano en el que un providencial movimiento armado me enhestó a la jefatura del Estado y puso fin al guiñol de politicastros corruptos que se agitaban como títeres ante un público indignado y burlón. Todo se cumplió desde un orden perfecto: convocatoria de referendo, propaganda masiva –ciudad por ciudad, barrio por barrio, casa por casa– a favor del sí, invitación formal a presentar candidaturas alternativas a quienes desearan competir conmigo y no osaban hacerlo por temor a un oprobio de perdurables consecuencias. Las humillantes excusas de algunos de esos pretenciosos disuadían a los demás de seguir su ejemplo y perder las plumas en un combate ridículo e ineficaz. Pero lo ocurrido en la última convocatoria era distinto. No hubo candidatos opositores y el recuento, cuya regularidad fue avalada por la presencia de numerosos observadores internacionales, dio un resultado inédito: un único voto en contra.
Pasada la euforia de las celebraciones oficiales, telegramas de felicitación de otros jefes de Estado y fiestas espontáneas en todo el territorio nacional, la cifra, en vez de reconfortarme, me perturbó. Un puñado de resentidos y de refractarios a las grandes conquistas sociales de mi gestión se ajustaba a las normas: se representaban tan sólo a sí mismos y revelaban así su lamentable ceguera e incomprensión. Pero aquel voto solitario, duro, recalcitrante, de alguien obstinadamente opuesto a las bondades de mi gobierno, me prevenía de la existencia de un peligro nuevo, de una amenaza latente que podría concretarse en cualquier instante.
Texto completo en la edición impresa del mes de septiembre 2006
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