Impulsada por el clima de preocupación por la inseguridad –uno de los temas preferidos del discurso político– la participación de empresas privadas en misiones de seguridad pública va in crescendo: guardias de estacionamiento o de supermercado, vigilantes, alarmas... Gracias a las sociedades de vigilancia reina el orden. Pero aun cuando la función de estos agentes de prevención y seguridad es ante todo “económica”, su banalización y los poderes de control que se arrogan, en las fronteras de lo legal, ponen en riesgo las libertades públicas.
Ya sea en nuestro entorno cotidiano o en el conjunto del territorio, el número de vigilantes no deja de aumentar. Supermercados, playas de estacionamiento, galerías comerciales, oficinas, estaciones, vía pública, universidades, museos, espectáculos culturales y deportivos, e incluso iglesias y bibliotecas municipales: ya no existe un lugar en el que no se vea la silueta de estos “profesionales de la seguridad” y su mirada suspicaz dirigida a las multitudes. Nos acostumbramos a su presencia. Nos acostumbramos a dar contraseñas y abrir nuestros bolsos. Dejamos dócilmente que nos llamen al orden.
150.000 asalariados en Francia en 2007; crecimiento promedio anual de efectivos desde 1998: 8,5% (5,5% en 2005/2006); perspectivas para 2015: 60.000 puestos por cubrir. La aplicación generalizada del plan Vigipirate y la lucha contra el terrorismo sirvieron de fáciles pretextos para que todos y cada uno dotara a su negocio, su establecimiento, sus instalaciones, de estos Agentes de Prevención y Seguridad (APS). Pero, a no equivocarse, la función de estos agentes es ante todo de orden “económico”: disuadir a los ladrones, prevenir los daños, asegurar la adecuada utilización de los equipos y espacios puestos a disposición del público, etc. Dispositivos tecnológicos de punta (televigilancia, sistemas de alarma y detección), controlados por los mismos vigilantes, contribuyen a cumplir con esta misión. Es la seguridad del propio (…)
Texto completo en la edición impresa del mes de enero 2008
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