Un lugar común sostiene que un dirigente adinerado nunca será corrupto pues no necesita robar para enriquecerse. La política italiana es una demostración contundente de su falacia. Hace dieciocho años, los magistrados italianos lanzaban una ofensiva sin precedentes contra la corrupción de la clase política. Su victoria fue pasajera. Hoy, las leyes se hacen a medida.
En 1992, un grupo de jueces presidido por Francesco Saverio Borrelli, jefe de la Fiscalía de Milán, se lanzó al combate contra la corrupción. Sacó a la luz un gigantesco sistema de sobornos entre políticos e industriales bautizado Tangentopoli (de tangente, “soborno” en italiano, y polis, “ciudad” en griego), en el marco de una operación judicial apodada Mani Pulite (“manos limpias”). Ministros, diputados, senadores, pero también el ex presidente del Consejo Italiano y el socialista Bettino Craxi, recibieron condenas. Pulverizados, algunos partidos políticos históricos como la Democracia Cristiana (DC) y el Partido Socialista Italiano (PSI) desaparecieron. Por entonces, el país se vio atravesado por una creciente esperanza en la renovación de la clase política...
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