Los atentados del 11-S permitieron a Al Qaeda presentarse ante Occidente como el líder del fundamentalismo islámico. Pero la guerra civil en Siria, comenzada en marzo de 2011, revelaría a un nuevo actor de ambiciones políticas más osadas: el Estado Islámico (EI), que pretende imponer un califato en Siria e Irak.
Cuando, en 1989, Osama bin Laden y Abu Musab al Zarqawi se encontraron en las montañas de Afganistán, adonde habían llegado para combatir al enemigo soviético, probablemente no sospechaban el papel que desempeñarían en la expansión del islamismo radical. El saudita soñaba con convertirse en el líder revelado de un islam de escala planetaria, mientras que el jordano anhelaba la implementación de un régimen salafista en el corazón de Medio Oriente, para reemplazar así al reino hachemita, al que aborrecía. Estos proyectos milenaristas –evanescente y profético, uno; preciso y concreto, el otro– anunciaban el camino de estos hombres, así como también el de Al Qaeda y la organización del Estado Islámico (EI)...
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