En Phnom Penh, el atardecer se acompaña de un agradable aire fresco. Paseantes y deportistas toman por asalto la explanada del Wat Botum, a dos pasos del Palacio real. Se encuentran entre amigos para hacer marcha atlética, tomar una clase de zumba o de gimnasia. A veces, varios cientos de personas se juntan para practicar complejas coreografías. En una de las esquinas de la plaza, desde hace algunas semanas, Bopha vende tragos con un amigo y su hermano. Al final de la tarde, entre las 17 y las 18 horas, improvisan un bar efímero que desaparece hacia medianoche. Es todo un éxito. El promedio de edad de los clientes no supera los 25 años. “La competencia es dura. Desde que nosotros estamos acá, ya se abrieron otros dos lugares del mismo estilo”, asegura esta joven mujer que genera, de esta manera, un ingreso extra para complementar su sueldo de secretaria en una fábrica textil del otro lado del Tonlé Sap (el “Gran Lago”).
La ciudad late, vibra, se agita. Sus cicatrices del pasado, cuando sus habitantes habían sido deportados al campo por los Khmers rojos (1975-1979), parecen atenuadas. Phnom Penh se muestra como una capital dinámica. Todo el tiempo se abren lugares nuevos para salir, ir a tomar algo, relajarse. Hay para todos los bolsillos. Los ricos optan por los bares situados en las terrazas de los hoteles, mientras que la clientela más modesta prefiere los bailes populares callejeros...
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