Brasil, fábrica de demagogos

Con la mano en el corazón, los medios de comunicación, la justicia y el empresariado brasileños se lamentan por la amplitud de la corrupción. Desde hace tres años la erigieron en el principal problema del país. Su preocupación es tal que, en 2016, unieron sus fuerzas –sin preocuparse por las voces disonantes– para sostener la medida más drástica que se pueda tomar en una democracia: destituir a la presidenta Dilma Rousseff, elegida en 2011.

Esa indignación referente a la corrupción y la criminalidad, sin embargo, no era más que un pretexto para activar el procedimiento de destitución. Al librarse de Dilma Rousseff, los actores de este bodrio serie B pusieron al mando a verdaderos criminales, gente cuyas infamias y comportamientos mafiosos relegan las acrobacias presupuestarias de la ex presidenta al rango de insignificancias. En el festival de las proezas criminales que caracterizan al Brasil “pos-Dilma”, las manipulaciones contables que justificaron su destitución parecen tan ingenuas que uno se pregunta cómo sus enemigos políticos y los periodistas estrella de la cadena Globo logran conservar su seriedad cuando proclaman su indignación...