La reelección del secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA) Luis Almagro, el pasado 20 de marzo, sugiere que el clima de guerra fría instalado en América Latina desde hace algunos años va a prolongarse. Desde su llegada a la cabeza de la organización en 2015, el ex ministro de relaciones exteriores uruguayo se ha esforzado por reconstruir la hegemonía estadounidense en la región.
Creada en 1948, en pleno enfrentamiento entre los Estados Unidos y la URSS, la Organización de los Estados Americanos (OEA) constituye uno de los instrumentos de la proyección geopolítica de Washington en América Latina y los Estados del Caribe, los cuales fueron incorporándose a la organización entre los años 1960 y 1980, a medida que se independizaban. Canadá se incorporó recién en 1991 y, la mayoría de las veces, se limita a presentar una versión moderada de la línea defendida por la Casa Blanca.
La izquierda, al igual que Fidel Castro, percibe a la organización como un “Ministerio de las Colonias de Estados Unidos” (1); las élites, por su parte, le profesan una deferencia que roza lo sagrado. Un embajador latinoamericano o caribeño en la OEA es uno de los diplomáticos más importantes de su país. En cuanto al secretario general, este tiene una gran influencia en los debates políticos de los países miembro, salvo en Estados Unidos, donde tanto a la organización como su secretario general son menospreciados, incluso por las elites políticas.
Sin embargo, la sede del Consejo Permanente de la OEA es un imponente edificio de mármol –donado por Andrew Carnegie, el gran barón de la siderurgia, a la Unión Panamericana (antecesora de la OEA)–, sito a menos de un kilómetro de la Casa Blanca. A fines de los años cuarenta, Estados Unidos redefinió el sistema multilateral mundial: la Organización de las Naciones Unidas se instaló en Nueva York y la OEA en Washington. La intención de Estados Unidos era sugerir una hegemonía difusa, sin llegar al punto de dejar la sede en manos de un país periférico.
Rechazo al comunismo
En un principio, la OEA desempeñó un papel secundario, al margen de instituciones centradas en la seguridad pura y dura, como la Junta Interamericana de Defensa (JID), creada en 1942, y el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (también conocido como Pacto de Río) de 1947. Este último era un mensaje para la Unión Soviética: establecía que un ataque contra un Estado del continente sería considerado como un ataque contra todos los países signatarios.
Ahora bien, poco a poco, su prioridad se fue centrando en el desarrollo de un “multilateralismo interamericano”. Había llegado el momento de mostrarle al mundo que Washington y las élites latinoamericanas coincidían en rechazar al comunismo. En 1962, expulsaron a Cuba de la OEA mediante una resolución que precisaba que “la adhesión de cualquier miembro de la OEA al marxismo-leninismo es incompatible con el Sistema Interamericano”. Sin embargo, no se apartó de la organización a ninguna de las dictaduras militares latinoamericanas, ni siquiera después de las denuncias bien documentadas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre las atrocidades cometidas por varios gobiernos en los años setenta.
Por otra parte, es cierto que, más de una vez, los países de América Latina y el Caribe se erigieron como mayoría opositora a las posiciones de Estados Unidos en el Consejo Permanente, como sucedió durante los conflictos marítimos que enfrentaron a Estados Unidos con Perú y Ecuador a fines de los sesenta, la Guerra de Malvinas en 1982, o la invasión estadounidense a Panamá en 1989 y 1990. Incluso en estas instancias, Washington ignoró las resoluciones de los Estados miembro y actuó de manera unilateral.
El fin de la Guerra Fría sumergió a la OEA en una crisis existencial. La oleada democrática de los años ochenta liberó a la organización del silencio que la tutela estadounidense le había impuesto durante las dictaduras. Mientras el bloque sovético se desmoronaba, se dedicó a defender las normas y valores de la democracia liberal. La organización se reinventó y comenzó a centrarse, en particular, en la observación de los procesos electorales para asegurar su credibilidad. Esta misión, que tuvo su debut en Costa Rica en 1962, se convirtió en uno de los pilares de la nueva institución. No obstante, esa hoja de ruta no fue suficiente para ubicar a la OEA en el centro de la escena. En esa época, las preocupaciones de Washington consistían particularmente en imponer su consenso y los programas de ajuste estructural, pero el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) acapararon la atención de los latinoamericanos en esta área. La OEA tampoco logró imponerse como árbitro de los diferendos entre los (…)
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