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El Kremlin frente al debilitamiento del presidente Lukashenko

La protesta bielorrusa en el mapa regional

“Es una revolución democrática, no geopolítica.” Al pronunciar estas palabras durante una videoconferencia con los eurodiputados, el pasado 25 de agosto, Svetlana Tijanovskaya, quien se atribuye la victoria en la última elección presidencial bielorrusa frente al presidente saliente Alexandre Lukashenko –reelegido oficialmente con el 80% de los votos–, pretendía enviar un mensaje tanto a Bruselas como a Moscú. Quería decir que Bielorrusia no es Ucrania, ese país vecino en el que un cóctel de protestas, de represión brutal y de injerencias extranjeras rusas y occidentales, desembocó en 2014 en una guerra civil y en la anexión de Crimea por Rusia.

Porque la región tiene memoria. En 2018, una revolución pacífica había empujado al jefe del gobierno armenio a la renuncia. Esto mostró un nuevo camino posible para Moscú: aunque al principio se mantuvo como observador prudente del tsunami popular que se llevó puesto a Serzh Sargsián –casi uno de cada cinco habitantes tomaba la calle en ese entonces, mientras el país atravesaba un bloqueo casi completo de la economía–, el gobierno ruso despachó luego a una delegación de diputados a Armenia para sondear las intenciones del principal opositor, antes de su asunción como Primer Ministro. Nikol Pashinián, que en el pasado había emitido críticas contra la Unión Económica Euroasiática como diputado de la oposición, se esforzó entonces por tranquilizar a Moscú afirmando su deseo de mantener los principales acuerdos económicos y militares que ligaban a los dos países.

Rechazo a ayuda européa El levantamiento bielorruso actual recuerda en muchos aspectos al que sacudió a Armenia hace dos años. Como sus predecesores armenios, el objetivo prioritario de los contestatarios bielorrusos no es la recomposición de sus alianzas geopolíticas sino deshacerse de un dirigente. Proporcionalmente menos numerosos que en Armenia, aunque llevaron la movilización a niveles históricamente inéditos, los manifestantes mantuvieron el rumbo del pacifismo a pesar de la brutal represión. También se cuidan de todo tipo de exhibición junto a los europeos. Así, el Consejo de Coordinación, formado por Tijanóvskaya, rechazó el 19 de agosto la ayuda financiera de la Comisión Europea, que proponía otorgarle una parte de los fondos de apoyo atribuidos a Bielorrusia, para ayudar a las “víctimas de la represión”, a los “medios independientes y a la sociedad civil”.

Las reacciones de las dos primeras potencias europeas, Francia y Alemania, sorprendieron por su moderación, en comparación con las expresadas durante otras crisis recientes. Emmanuel Macron, comprometido a un “diálogo constructivo” con Moscú desde el verano de 2019, no reconoció a Tijanóvskaya como presidente legítima en exilio, algo que sí había hecho con el opositor venezolano Juan Guaidó. Berlín y París reconocen a Moscú como mediador. Los ministros de Asuntos Exteriores europeos se pusieron de acuerdo sobre una base mínima de sanciones para las personas responsables de la represión, muy alejadas del arsenal desplegado durante el escrutinio impugnado del 2010. El envenenamiento del opositor ruso Alekséi Navalny, transferido a Berlín, donde se le detectó un neurotóxico de origen militar, podría, sin embargo, llevar a la canciller alemana y, luego, a París, a acercarse a la postura más combativa de Polonia y los países bálticos, que le prohibieron la entrada a su territorio a unas treinta personas, entre las que se encuentra Lukashenko, y reconocen la victoria de Tijanóvskaya.

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Hélène Richard

De la redacción de Le Monde diplomatique, París.

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