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La tradición, los negocios, la popularidad de la realeza...

Inamovible monarquía británica

Después de Escocia, Irlanda del Norte y Gales, el norte de Inglaterra experimenta a su vez un movimiento político a favor de la independencia. Tensiones nacionalistas, caos parlamentario por el Brexit, fracaso de la lucha contra el Covid-19: en el Reino Unido parece que una tormenta se lleva todo puesto. Todo, menos la Corona, que sigue proporcionando un sentimiento de unidad a la mayoría de los británicos.

Tras haber recorrido las calles de Londres en plena algarabía el día de la coronación de la reina, en 1953, los sociólogos Michael Young y Edward Shils calificaron al evento como “un gran acto de comunión nacional”. Su sentido acabado surgía, escribieron ambos autores, en tanto que “experiencia no individual, sino colectiva”, que unió a miles de familias en un fervor popular que recordaba a la celebración de la victoria contra la Alemania nazi. El aire vibraba con el calor humano; hasta los carteristas habían dejado de trabajar, y reinaba un espíritu de comunión que habría horrorizado a “quienes tienen inclinaciones racionalistas de gente educada de nuestro tiempo, sobre todo aquellos con una disposición política radical o liberal” (1).

Hoy en día, en tiempos en que las desigualdades no dejan de aumentar en el Reino Unido, la monarquía parece haber conservado su popularidad. Casi dos de tres británicos aprueba su existencia. Solo el 22% desea que desaparezca; los más hostiles son los escoceses. Una paradoja sorprendente: cuando los tiempos son duros, la familia real parece servir de distracción o de consuelo. Durante las bodas reales de los últimos diez años, siempre apareció un chismoso para clamar que la moral de la nación necesitaba un estímulo, como escribía Walter Bagehot en 1867 en La Constitución inglesa el pueblo se inclina ante el “espectáculo teatral de la sociedad”, en el que la reina es el “punto cúlmine”.

Una esponja
Isabel II recorre el país luciendo, para hacerse más visible, colores durazno, violeta o ceniza; 30% de la población asegura que alguna vez la vio o que la conoce personalmente. Ella considera que es parte de sus obligaciones revitalizar al pueblo, aunque más no sea de manera breve y limitada. “Es más bien agradable sentirse una especie de esponja”, confesó ella en 1992 en un documental de la British Broadcasting Corporation (BBC), al evocar su relación son sus súbditos. La “esponja” era una suerte de metáfora del favor que ella estimaba tener que hacerles, asociada a una imagen de soberana ordinaria y cercana a la gente (2). La escritora Zadie Smith, en un artículo para Vogue, afirma que “la Señora Windsor” es muy apreciada por sus gustos ostentosos calcados de aquellos que disfrutan las clases medias: los perros Corgi, las carreras de caballos y la telenovela EastEnders (3).

La reina distribuye los honores; es uno de los pocos poderes que le quedan. “La gente necesita que le den ánimo. El mundo sería muy oscuro sin eso”, declaraba ella en 1992. Los golpecitos en la espalda se complementan con el apoyo real a las obras de beneficencia, lo cual destaca la preferencia por la filantropía en desmedro del servicio público. Desde la revolución gloriosa de 1688-1689, la monarquía debe mantenerse al margen de lo político; sus derechos, para retomar la frase de Bagehot, se limitan a “ser consultada, motivar y alertar”. El resultado es que los temas en los que se compromete la familia real, aunque sean muy políticos, son intencionalmente percibidos como apolíticos.

Cuando el príncipe William defiende reivindicaciones propias de los millennials (las personas nacidas entre los comienzos de los años 1980 y el fin de los años 1990), sobre salud mental, por ejemplo, o sobre el cambio climático, rápidamente devienen consensuales y asumen la categoría de grandes causas, como la investigación contra el cáncer o el apoyo a la Cruz Roja. En octubre de 2020, en un contexto de debates álgidos sobre las consecuencias de la esclavitud y del Imperio, el príncipe Harry, que este año se distanció de la familia real, hizo público su “despertar” de consciencia sobre el problema del racismo sistémico. El estilo más militante y emocional con el que su madre, Diana Spencer, la célebre Lady Di, encaraba su compromiso humanitario –por ejemplo, al visitar un hospital para estrechar las manos de un enfermo de sida ante los flashes de los fotógrafos– resultaba repugnante para los miembros más veteranos de la casa de Windsor.

La realeza y el nazismo
A menudo, la institución de la familia real es utilizada con fines políticos en el frente de las guerras culturales. El actual primer ministro Boris Johnson fue acusado por sus adversarios de haber “mentido a la reina” cuando la convocó a pronunciar la disolución del Parlamento con el objetivo de moverse sin restricciones en las disputas por el Brexit, en agosto de 2019 (4). Durante su mandato a la cabeza del Partido Laborista, entre 2015 y 2020, a Jeremy Corbyn le reprocharon recurrentemente su falta de deferencia con la reina, su rechazo a inclinar la cabeza, a cantar el himno nacional o a observar el discurso real de navidad en la televisión –una falta de patriotismo intolerable–. La curiosa inmunidad que protege a la familia de Isabel contra todo intento de reclamarle cuentas también se inscribe en el terreno político: Johnson se burló de la idea de ayudar a las autoridades judiciales estadounidenses en su investigación al príncipe Andrew (sospechado de complicidad en las agresiones sexuales cometidas por el empresario Jeffrey Epstein), algo que no dudo en hacer cuando se trataba de Julian Assange.

Intencionalmente centrada en la pequeña isla heroica que resistió y combatió a los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, la novela patriótica británica se complica al observar de cerca los numerosos vínculos de la familia real con los nazis, que parecen ir bastante más allá de una simple creencia compartida en las jerarquías dinásticas. Las dos hermanas del marido de la reina, el príncipe Felipe, instaladas en Alemania, eran cercanas al Partido nazi, a tal punto que una de ellas llamó Adolfo a su hijo. Tras haber abdicado para poder casarse con una estadounidense divorciada, Eduardo VIII, tío de Isabel, se fue a Alemania en 1937, invitado y financiado por el Reich; allí se encontró con el Führer en persona delante de una fábrica de municiones. Hay imágenes que lo muestran en el castillo de Balmoral, en Escocia, residencia real valorada por su familia, enseñando el saludo nazi a sus sobrinas. Más tarde, radicado en Bahamas, intentó convencer a Estados Unidos de mantenerse neutral en la guerra contra Alemania. Otro admirador de Adolf Hitler, el duque de Sajonia Coburgo, primo del padre de Isabel, asistió a los funerales del rey vestido como general de la Sturmabteilung (Sección de Asalto, SA).

La monarca del reinado más largo de la historia de Inglaterra y de Europa (...)

Artículo completo: 3 562 palabras.

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Lucie Elven

Periodista.

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