Cuando no es “culta”, la música tiende a considerarse una fuente de peligros. Por ello, se la controla a base de agresivos limitadores de sonido y draconianas normas de seguridad. La historia de las relaciones entre las autoridades y las fiestas tecno ha estado marcada por una desconfianza general que ha derivado en represión.
El 19 de junio de 2021, Gérald Darmanin, ministro del Interior francés, lanzaba en plena noche a cuatrocientos gendarmes al asalto de una free party organizada en Redon, Bretaña, en homenaje a Steve Maia Caniço, ahogado en el Loira durante una intervención policial en la Fiesta de la Música de Nantes de 2019. Mientras llovían granadas y porrazos, a los bomberos se les impedía intervenir para acudir en ayuda de los heridos, entre ellos un joven que había perdido la mano. Por la mañana, al margen de todo procedimiento legal, se destruyeron a hachazos equipos de sonido por valor de más de 100.000 euros.
Represión con historia
Aunque esta violencia desproporcionada parecía responder al deseo de mostrar firmeza con vistas a las elecciones regionales, la presión que pesa sobre la escena free party es constante desde hace veinte años. La free party (no debe confundirse con la rave de pago) es una fiesta libre y gratuita donde se pincha música electrónica, organizada en el campo o en una parcela industrial por un colectivo de voluntarios, el sound system. Aparecida en Francia hace unos treinta años, es rechazada por los poderes públicos, lo que la mantiene en la clandestinidad. De este modo, se marginaliza toda una práctica cultural de aficionados, al contrario de lo que ha pasado, por ejemplo, en Alemania. No obstante, según la Coordinación Nacional de Sonidos (CNS) –una organización que reúne casi a una quinta parte de la escena francesa–, a día de hoy existen unos 1.000 colectivos que organizan alrededor de 4.000 eventos anuales, a menudo en plenos desiertos culturales.
La represión siempre ha acompañado la historia de la música tecno. En primer lugar, debido al consumo de drogas que se le asocia (1), pero también porque esas fiestas refractarias al control del Estado se perciben como islas de resistencia simbólica en una sociedad bajo vigilancia constante. En 1993, alentados por una alarmista campaña de prensa, los poderes públicos se ponen tensos y la primera gran rave francesa, Oz, es anulada. En respuesta, todos los organizadores de Francia son invitados cerca de Beauvais al primer “teknival”, una especie de festival gratuito abierto a todos los sound systems. En 1995, una circular interministerial califica las raves (en el sentido de fiesta tecno en general) de fiestas de riesgo y conmina a las fuerzas del orden a hacer todo lo posible para impedir su celebración. A partir de 1998, alquilar una sala se vuelve imposible. Las free parties aprovechan su clandestinidad para expandirse y, el fin de semana del 1 de mayo de 2001, el teknival de Marigny acoge a 30.000 personas. El 27 de julio, el presidente francés Jacques Chirac afirma que “las fiestas rave en sí no son el problema. El problema es lo que hoy llaman las (2)”. Unos meses más tarde, la mayoría socialista aprueba la enmienda del diputado Thierry Mariani (Unión por un Movimiento Popular [UMP], actualmente en las filas de Agrupación Nacional [RN, por sus siglas en francés, antiguo Frente Nacional]) a la ley sobre seguridad ciudadana adoptada tras los atentados del 11 de septiembre. En adelante, las autoridades pueden requisar los equipos de sonido de las manifestaciones sin ánimo de lucro de más de 250 participantes que no hayan recibido autorización. Como las prefecturas casi nunca conceden el permiso –tres de media al año en toda Francia– la ley equivale a una prohibición de facto.
Regular los teknivales
En 2003, enfrentamientos entre gendarmes y (…)
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