A fines de 2019, la movilización contra la reforma de las jubilaciones reemplazaba a la de los “chalecos amarillos”. ¿Sucederá lo mismo a fines de 2022, tras las huelgas en las refinerías y en ciertos servicios públicos en demanda de aumentos salariales? Los primeros anuncios del gobierno de Emmanuel Macron sugieren medidas que acelerarán el recorte sobre el monto de las pensiones.
“Si queremos preservar el sistema de jubilación por reparto, al cual nuestros conciudadanos están apegados –explicaba Elisabeth Borne ya el 22 de mayo de 2022 (en La Tribune)–, progresivamente habrá que trabajar un poco más de tiempo.” En muchos aspectos, el proyecto anunciado por Emmanuel Macron durante su campaña electoral tiene aires de “déjà vu”. Primer Ministro, expertos o editorialistas, el mismo coro entona la vieja cantinela: “Trabajemos más para salvar nuestras pensiones”. Como en 2010, podría tratarse de postergar la edad de acceso a los derechos; o de una nueva prolongación de los años de aportes, tal como decidieron los gobiernos de Édouard Balladur en 1993, Jean-Pierre Raffarin en 2003 y Jean-Marc Ayrault en 2014; o incluso de una mezcla de ambos.
A primera vista, la reforma “paramétrica” anunciada para el año 2023 corresponde a lo que los técnicos en cuestiones sociales están acostumbrados a sostener y contrasta con la revisión integral que el establecimiento de un “sistema universal por puntos” hubiera representado, perjudicado por las movilizaciones del invierno de 2019-2020, y luego abandonado cuando estalló la crisis sanitaria (1).
Endurecen condiciones
Da la impresión de algo conocido y, por lo tanto... sin duda, más vale no confiarse. Porque, al alcanzar sus fines, el gobierno Borne confirmaría el ingreso en una nueva era de la reforma de las jubilaciones: la etapa de la reducción voluntaria de la duración y del monto promedio de las pensiones.
A nivel agregado, el objetivo consiste en reducir de manera inédita su participación en el Producto Interno Bruto (PIB), precisamente cuando la proporción de los jubilados en la población aumenta. Si, a partir de los principales indicadores económicos –nivel de los gastos, tasa de reemplazo (el porcentaje del ingreso de actividad conservado en la jubilación), nivel de vida relativo de los jubilados, e incluso tasa de aportes–, se distinguen fases en la historia del sistema francés de jubilación, tras el período de expansión que comenzó tras la Segunda Guerra Mundial, y tras el período del “control de los gastos” –cuando, de 1987 a 2010, los efectos de la mejora de las carreras compensaban un neto endurecimiento de las condiciones de la jubilación–, un tercer momento parece comenzar, el de la deconstrucción (parcial) del sistema de jubilación, como un objetivo en sí.
La jubilación por reparto instaurada en 1945 no tenía todas las características que le conocemos: la porción de la población cubierta seguía siendo entonces relativamente pequeña (todavía había muchos no-asalariados) y la mayor parte de las personas morían antes de la edad de jubilación a remuneración completa (fijada en 65 años) o poco tiempo después. La jubilación presentaba entonces los rasgos de un seguro vitalicio, modesto, que contribuía a proteger de la miseria y de la dependencia (2). Durante la segunda mitad del siglo XX, la cobertura creció, debido a la extensión de los asalariados y al aumento de la tasa de empleo de las mujeres. El cálculo de la pensión se tornó más favorable gracias al aumento de la tasa de reemplazo del régimen general o al aumento de las jubilaciones complementarias. Y, en 1972, el establecimiento de una “garantía de recursos” desde los 60 años permitió que el final de la vida activa sea más precoz. A punto tal que, en 1981, cuando la izquierda introdujo “la jubilación a los 60 años” en la ley, las organizaciones de asalariados temieron una degradación de los derechos (3). En cualquier caso, este período vio la universalización de un verdadero reemplazo del salario, que encontró su plena realización alrededor de los años 1980. El monto de las pensiones permitía entonces, en la inmensa mayoría de los casos, mantener un nivel de vida cercano al del período de actividad, por una duración media superior a los veinte años para los hombres y veinticuatro años para las mujeres (4).
Debido a los prolongados efectos de esas medidas y a la mejora de las carreras, las condiciones de la jubilación siguieron progresando “en promedio” durante cerca de tres décadas. Fue una mejora continua aun cuando, a partir de los años 80, las reformas apuntaron más bien a frenar la progresión de los derechos a la pensión. Por una parte, se trataba de hacer frente a lo que era presentado como una “bomba demográfica” y que combinaba la prolongación de la esperanza de vida, la llegada de generaciones numerosas a la jubilación y la mejora considerable de los derechos propios de las mujeres que llegaban a la edad de liquidación. Por otra parte, en un contexto de “desinflación competitiva”, y por lo tanto de moderación salarial, se trataba además de contener también la progresión del monto global de las pensiones otorgadas.
Degradación de los derechos
Durante esta segunda fase de la historia de las reformas, los gobiernos modificaron, más o menos discretamente, el cálculo de las pensiones y, secundariamente –y más tarde–, prolongaron la duración de la actividad. Así, el salario de referencia tomaba en cuenta los veinticinco mejores años, y no ya los diez mejores a partir de 1993. Especialmente, porque es menos visible pero muy eficaz en términos de economía, se desindexó el cálculo de las pensiones y la revalorización de las pensiones liquidadas del crecimiento para indexarlos en base a los precios (5). Originalmente muy poco restrictiva (la mayor parte de los asalariados que llegaban a los 65 años efectivamente habían (…)
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