Las conspiraciones son tan antiguas como la humanidad. Lo nuevo, sostiene Ignacio Ramonet en esta nota que adelanta su próximo libro, es el modo en que la frustración social, las redes sociales y la inescrupulosidad de líderes como Donald Trump instrumentan las teorías del complot con fines políticos.
En un universo lleno de incertidumbre –como el que envuelve hoy a las clases medias blancas estadounidenses– no es anormal que proliferen las “teorías del complot”. Podríamos definir el complot o la conspiración como un proyecto secreto elaborado por varias personas que se reúnen y se organizan en forma clandestina para actuar juntas contra una personalidad o contra una institución. Recuérdese que conspirar significa, etimológicamente, “respirar juntos”.
La historia y los historiadores dan testimonio de la existencia real de cientos de verdaderos complots. Los ha habido siempre. Desde, por ejemplo, la célebre Conjuración de Catilina denunciada por Cicerón en el año 63 a. C., o el asesinato de Julio César en el 44 a. C. hasta el escándalo del Watergate en 1972, el caso Irán-Contras en 1986, o el complot mediático-político en Venezuela para derrocar a Hugo Chávez el 11 de abril de 2002.
Los complots existen, no cabe duda. Pero el complotismo, el conspiracionismo o la “teoría del complot” son otra cosa. Proponen una visión paranoica del mundo, que sitúa, en el centro del desarrollo de la historia, narrativas nacidas de un imaginario más o menos delirante cuya realidad no está en absoluto demostrada. Tratan de explicar cualquier fenómeno histórico causante de un impacto social importante (crisis, atentado, golpe de Estado, guerra, pobreza, peste, pandemia, etc.) mediante un constructo intelectual que responda a todos los interrogantes suspicaces posibles. Consideran que cualquier desastre o acontecimiento social traumático es consecuencia de una “conspiración” de algunas fuerzas superiores y secretas. Y esto es muy antiguo; la propia palabra desastre, que significa “mala estrella”, se origina en la creencia profunda de que nuestro destino está fatalmente determinado por los astros.
Actores del conspiracionismo
El conspiracionismo satisface las exigencias de muy diversos actores políticos y sociales. Identifica, según la época, a ciertos grupos (las élites, los ricos, los capitalistas, los empresarios, los extranjeros, las minorías étnicas, los comunistas, los judíos, los yihadistas, los gitanos, las brujas, los albinos, los pelirrojos, el Opus Dei, la CIA) y los culpa por los eventuales cataclismos políticos, económicos, sociales o sanitarios que se abaten sobre una sociedad. El complotismo constituye, en cierto modo, una maniobra de manipulación para modificar la interpretación histórica de un acontecimiento. Los teóricos de la conspiración se niegan a aceptar el papel del azar o de la iniciativa individual en los grandes acontecimientos. No creen que las cosas puedan suceder sin que alguien tenga la expresa intención de que así sea.
A veces, denunciar un (inexistente) complot puede provocar, por efecto de pánico o ataque preventivo, una verdadera masacre. En Ruanda, en abril de 1994, después de un atentado que provocó la destrucción del avión presidencial y la muerte del mandatario hutu Juvénal Habyarimana, la emisora Mil Colinas de Kigali, una “radio de odio”, denunció sin tregua la existencia de un supuesto complot que estaría preparando la minoría tutsi para destruir a los hutus. Era falso. Pero esa denuncia sirvió de detonante para que, armados de machetes, decenas de miles de hutus se lanzaran a las calles a masacrar tutsis. Un auténtico genocidio que causó el exterminio de unas 800 mil personas (1).
Dice la sismóloga estadounidense Lucy Jones: “Las teorías de la conspiración no solo implican creer en algo que no es verdad, sino pensar que hay un grupo de gente malvada que es responsable de un desastre. Estas teorías se vuelven mucho más comunes después de una tragedia. De una manera extraña, esas teorías te hacen sentir más seguro porque crees que tienes información especial que otras personas no poseen. Es como con las películas de terror: nos gusta pensar en cosas peligrosas cuando estamos a salvo” (2). En situaciones de crisis grave, como la que viven hoy las clases medias blancas estadounidenses, en las que una explicación clara y racional de lo que les ocurre no resulta evidente, la teoría de la maquinación ofrece respuestas. Da una sensación de control. Procura una suerte de contrapeso psicológico al vértigo de la incomprensión. Propone una narrativa congruente para darle sentido a un mundo que, de pronto, parece estar desposeído de lógica.
Como escribe el profesor Mark Lorch, catedrático de la Universidad de Hull: “Una de las causas por las que las teorías de la conspiración surgen periódicamente es nuestro deseo de imponer una estructura al mundo, y nuestra increíble voluntad de identificar pautas, normas, modelos” (3). Creer que tenemos acceso privilegiado a “informaciones prohibidas” nos procura un sentimiento de seguridad y de control. Nos ayuda a sentir que, en medio de un universo que se desploma a nuestro alrededor, tenemos ventaja, podemos llevar la delantera.
Redes y complots
En tiempos como los actuales, en los que las fuentes oficiales de información han perdido credibilidad, y cuando se otorga el mismo nivel de confianza a un meme que a un noticiero de televisión o a una agencia de noticias, no es aberrante que las teorías conspirativas encuentren mayor audiencia en el seno de grupos sociales muy impactados por la crisis. La tecnología ayuda. Porque mucha gente aprovecha el anonimato que ofrece internet para defender –amparados por la seguridad de un seudónimo– posiciones agresivas, irrespetuosas o extremistas. La mentalidad complotista, siempre paranoica, tiende a ver la historia bajo el prisma de la sospecha y de la denuncia. Varios ensayistas –y Umberto Eco desde la ficción (4)– han explicado por qué nos fascinan algunas tesis disparatadas que pretenden detentar la clave absoluta para develar la “verdad verdadera” de lo que ocurre en el mundo.
El filósofo austríaco Karl Popper, probablemente el primer pensador que empleó la (…)
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