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Hace veinte años, Estados Unidos ocupaba Irak

“Castigar a Francia, ignorar a Alemania”

El 1º de mayo de 2003, el presidente George W. Bush anunciaba –erróneamente– que las tropas de su país habían cumplido su “misión” en Irak. Sin embargo, al menos en un punto, la victoria de Estados Unidos fue real. Ninguna sanción siguió a su agresión. Y los que defendieron la guerra (incluidos los periodistas) continúan impulsándola en las relaciones internacionales.

Los Estados culpables de una agresión no son sancionados de la misma manera. El Tratado de Versalles (28 de junio de 1919) fue calificado como un diktat impuesto por Georges Clemenceau a un país vencido, Alemania. Veintiún años después, al tomar su revancha, Berlín insistió para que la derrota de Francia, el 22 de junio de 1940, se plasme en el Bosque de Compiègne, en el mismo lugar y en el mismo vagón que aquél en el que Alemania había debido firmar el armisticio, el 11 de noviembre de 1918. Mejor no perder tiempo buscando una simetría de las formas tan absoluta en el caso de Irak y Estados Unidos, quienes, por su parte, también se enfrentaron en dos guerras separadas por un intervalo corto...

Durante la primera, que enfrentó a Bagdad con las potencias occidentales, Saddam Hussein fue el agresor: el 2 de agosto de 1990, sus ejércitos ocuparon un Estado soberano, Kuwait, lo anexaron y lo convirtieron en la décima novena provincia de su país. La condena internacional de Irak fue unánime en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Una expedición militar fulminante, principalmente occidental, autorizada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), obligó a las tropas iraquíes a abandonar el emirato tras tres semanas de bombardeos intensivos y de combates terrestres. Tras lo cual Irak sufrió un embargo y sanciones implacables. En el transcurso de los diez años siguientes, varios cientos de miles de civiles, a menudo niños, murieron por falta de agua potable y de medicamentos.

Sin embargo, ni siquiera ese calvario fue suficiente. Tras el 11 de septiembre de 2001, el presidente George W. Bush decidió atacar nuevamente ese país. En esta ocasión, para prevenir nuevos atentados en Estados Unidos –los que se acababan de cometer contra el World Trade Center y el Pentágono habían tenido como autores a 15 sauditas y ningún iraquí–, que se realizarían con “armas de destrucción masiva”. Se trató de una invención de los servicios de inteligencia estadounidenses, inmediatamente propagada por la Casa Blanca, los principales medios de comunicación occidentales (The New York Times, The Economist y The Washington Post a la cabeza), sin olvidar una mayoría de parlamentarios, republicanos y demócratas (entre ellos Joseph Biden, entonces senador de Delaware), así como un puñado de opositores iraquíes en el exilio.

En marzo de 2003, sin mandato de la ONU, con un pretexto tan falaz como el que Rusia presentará diecinueve años más tarde para invadir a su vecino ucraniano, una coalición anglo-estadounidense con un total de 48 Estados –entre ellos Polonia, Italia, Ucrania, España, Georgia y Australia– atacó entonces a Irak. Poco antes, el secretario de Estado Colin Powell hizo valer que, “independientemente del resultado de las negociaciones en el Consejo de Seguridad”, el presidente de Estados Unidos dispone de “la autoridad y del derecho de actuar para defender al pueblo estadounidense y a nuestros vecinos” (1). Y cinco años antes, su predecesora demócrata Madeleine Albright había advertido: “Si debemos usar la fuerza, es porque somos estadounidenses. Somos una nación indispensable. Nos mantenemos firmes y vemos más lejos en el futuro” (2).

Cuando Francia y Alemania se opusieron a la expedición militar occidental, The Wall Street Journal, órgano de los neoconservadores, les explicó, muy molesto, que existían a partir de ese momento dos maneras de solucionar los asuntos mundiales: “la vía tradicional, a menudo confusa, del compromiso internacional y del consenso, que a menudo privilegian los europeos; y otra, menos burocrática y más rápida, que Washington prefiere: Estados Unidos toma unilateralmente las decisiones más importantes y luego intenta reunir coaliciones” (3). ¿Con qué propósito exactamente? El presidente Bush lo resumió solemnemente dos años más tarde: “La política de Estados Unidos es apoyar los movimientos y las instituciones democráticas en cada nación y en cada cultura, con el objetivo final de poner fin a la tiranía en el mundo” (4).

En el momento de esta delirante proclamación, Irak ya había sido destruido, la guerra estadounidense continuaba, varios cientos de miles de personas habían muerto en consecuencia, millones se convirtieron en refugiados o desplazados. Sin embargo, la caída en el infierno del país no había terminado. Culminó en 2014 cuando la organización del Estado Islámico (EI) tomó el control de una parte del territorio.

Derrotismo y cobardía

Ya que este resultado no es cuestionado actualmente (con la excepción de algunos fanáticos), ni lo es la ilegalidad de la guerra desatada por Estados Unidos, ¿qué sanciones derivaron de semejante avalancha de calamidades y de una violación tan absoluta (...)

Artículo completo: 2 529 palabras.

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Serge Halimi

De la redacción de Le Monde diplomatique, París

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