A menudo indispensable para evitar la prisión preventiva, la fianza representa una bendición para varios actores, entre ellos los bail bondsmen, garantes del pago ante los tribunales. Las aseguradoras especializadas en este nicho también obtienen jugosos beneficios en un contexto en el que se multiplican las presiones para poner fin a un sistema desigual que penaliza a las minorías y a los más desfavorecidos.
“Le otorgo la libertad bajo fianza. El monto se fija en diez mil dólares”, anuncia el juez a Jackie Brown, azafata arrestada por haber transportado clandestinamente plata en la película epónima de Quentin Tarantino (1997). Esta escena, frecuente en las películas y series policiales filmadas en Estados Unidos, en la que un juez de túnica negra golpea su martillo anunciando una suma a veces descomunal, impregna el imaginario, al punto que ya no nos preguntamos más lo que esconde. Sin embargo, marca una etapa clave del sistema judicial estadounidense. Una etapa que, como todas las demás, produce fuertes desigualdades, al tiempo que constituye, para algunos, una fuente de ganancias.
En principio, la fianza debe garantizar que un acusado comparezca a su juicio. Si el juez estima que un acusado no presenta ningún riesgo de huida o de reincidencia, puede efectivamente decidir liberarlo, sin condiciones o contra una fianza cuyo monto varía según la categoría de la infracción. Una vez terminado el juicio, si el acusado se presentó a todas las audiencias, la ley prevé restituirle la totalidad de la suma depositada, sea culpable o inocente. No obstante, en los hechos, los jueces disponen de una gran libertad. En particular, pueden recolectar sumas para la indemnización de las víctimas o para el financiamiento de los procedimientos judiciales. Por ende, muchos acusados no recuperan nunca la totalidad de su pago.
A pesar de que la octava enmienda de la Constitución dispone que el monto de las fianzas no debe “ser excesivo”, muchos no pueden solventarla. Los más desafortunados deben entonces permanecer en la cárcel, independientemente de la gravedad de las infracciones que se les adjudican, y sin importar la presunción de inocencia. Y eso puede durar días, semanas, o incluso meses o años. “Usted tiene dos opciones –resume el juez a Jackie Brown–. La primera, puede pagar su fianza en la Corte y queda inmediatamente liberada. Pero dado el monto, es poco probable. La segunda, se queda acá hasta su juicio. Eso puede tomar un año, incluso más...” Antes de la adopción en 2019 de una reforma en el estado de Nueva York, un acusado permanecía en promedio 147 días a la espera de su juicio (1). Según el think tank Prison Policy Initiative, actualmente habría más de 420.000 personas en prisión preventiva en Estados Unidos (2); esta población representa tres cuartos de los detenidos en California (3). Si tomamos en cuenta las entradas y salidas, esto involucra a más de 2 millones de personas en el país cada año.
¿Buenos samaritanos?
Motor de la detención masiva, el número de personas encarceladas antes de su juicio se multiplicó por cuatro desde 1980. Ahora bien, estos acusados son condenados más a menudo que aquellos que se presentan libres ante el tribunal; son condenados a penas más largas, principalmente en los procedimientos con declaración de culpabilidad (4). Además, este sistema produce muchas discriminaciones. Con infracciones comparables, a los africano- estadounidenses y a los hispanos se les imponen fianzas superiores respectivamente del 35% y 19% respecto de las de las personas blancas (5). Violencia, estigma social, deterioro de la salud mental, pérdida de empleo o de la tenencia de un hijo, incluso del permiso de residencia: las consecuencias de una detención son catastróficas. Asimismo, todos aquellos que pueden, pagan su fianza inmediatamente y preparan su defensa en casa.
Aquellos que no tienen los medios para hacerlo (es decir casi todos los acusados) a veces encuentran un buen samaritano. En 1963, un empresario negro pagó la fianza fijada en 5.000 dólares de Martin Luther King, detenido en la cárcel de (…)
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