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Lo que esconden los buenos sentimientos

Los usos de la compasión

Solidaridad, responsabilidad: palabras que desde hace un tiempo vuelven a estar de actualidad para subrayar lo que corresponde a los menos privilegiados –los “vulnerables”– en aras de una igualdad imperfecta y de la voluntad de corregir injusticias. La convivencia pasa por tener en consideración los sentimientos de la persona. Pero ¿permiten estos fundar una norma colectiva?

Los desfavorecidos. Los humillados. Los invisibles. De un tiempo a esta parte han florecido denominaciones conmovedoras para calificar a las “categorías sociales humildes”. No sabemos exactamente a quién se refieren esas palabras, pero cuando no es a nosotros, cosa que en cambio generalmente sí sabemos, nos conmueven. En ello estriba todo el interés de ese léxico. Su tono afectivo invita a una compasión teñida de culpa. Lo que se pone en movimiento no es la reflexión (humillados… ¿por quién, por qué?… Y, a todas estas, los “humillados” ¿qué dicen al respecto?), no es la sospecha crítica (desfavorecidos… ¿la culpa es de la mala suerte?), sino el sentimiento. Lloremos juntos. El sentimentalismo blando (pleonasmo), el recurso a un vago pero poderoso afecto, impregna parte de nuestro imaginario colectivo y es uno de los grandes resortes de la vida política. Sin embargo, bajo la máscara de la evidencia generosa, permite extrañas desviaciones de nuestros marcos de pensamiento y acción.

El concepto de “vulnerabilidad” es, en ese sentido, ejemplar. La palabra es potente. Durante la pandemia, las “personas vulnerables” fueron objeto de múltiples atenciones. El diccionario Larousse ofrece las distintas acepciones de la palabra francesa vulnérable: “Que está expuesto a recibir heridas o golpes. Que está expuesto a una enfermedad o puede servir de blanco fácil a los ataques de un enemigo. Que por sus insuficiencias o imperfecciones puede ser objeto de ataque. Persona vulnerable: persona en situación de debilidad física o psíquica”, a la que la ley protege de los abusos cometidos contra ella. Está claro que el término “vulnerable” es mucho más conmovedor que “anciano” o “diabético”… También es evidente que es tan condescendiente como la expresión “humillados”. Ya no estamos ante una descripción objetiva (anciano, diabético, etc.), sino ante una debilidad. La debilidad de quien pide protección, una protección ofrecida por los no vulnerables. Esta denominación, utilizada de manera casi maniática durante la crisis sanitaria, rebasa el ámbito de la enfermedad. No se trata de una manifestación aislada. Entronca con todo un movimiento que lo convierte en la característica de nuestra especie, comprometiéndose, en nombre de la universalidad de nuestra fragilidad existencial, a una reconsideración de la igualdad. La compasión, basada aparentemente en la simple evidencia de una precariedad, de una exposición al riesgo mayor de lo habitual, está en realidad altamente politizada.

Hasta la década de 1970, tanto las declaraciones oficiales como los análisis sociológicos ignoraban la “vulnerabilidad”. El término se impuso en la década del 2000, también en las instituciones internacionales: la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, etc. Remite a la incompletud constitutiva del ser humano que, esto no se le ha escapado a nadie, no solo es mortal, sino que no es autosuficiente: del recién nacido al anciano disminuido, pasando por el adulto sujeto a los “avatares de la vida”, vivir implica interdependencia. Ese es el fundamento de las teorías del care (1) y de los diversos llamamientos a la “solidaridad”, que se ha vuelto indisociable de la “vulnerabilidad”.

Una “palabra mágica”, como dice el filósofo Pierre Musso (2). Esta ha reemplazado en mayor o menor grado a “fraternidad” y acompaña de manera un tanto obsesiva los discursos de los dirigentes y sus portavoces. Una palabra provista de una discreta aureola heroica y de vibraciones positivas. Su origen jurídico se ha vuelto imperceptible, subsistiendo el “sentido sociológico de interdependencia” y el “sentido moral de deber”. Fue durante el siglo XIX cuando se construyó el concepto bajo ese nuevo enfoque, apoyándose en las ciencias naturales y en determinada lectura de la obra de Charles Darwin, en una “biologización” de la sociedad, entendida como un todo orgánico. Según Auguste Comte, pensador del positivismo e inventor de la palabra “altruismo”, la solidaridad es “ natural y existe entre todos los organismos vivos”. Pierre-Joseph Proudhon, por su parte, convierte a la sociedad en “un ser vivo caracterizado por la solidaridad moral e intersubjetiva”. Más tarde, Émile Durkheim, fundador de la sociología francesa, afirmará: “Allí donde hay sociedades hay altruismo, porque hay solidaridad” (La división del trabajo, 1893). La “solidaridad” se (...)

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Evelyne Pieiller

Escritora.

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