Con los años, el movimiento islamista experimentó dos grandes mutaciones. Se reforzó en el plano militar y su dirección con base en Gaza fue desplazando a los dirigentes instalados en el exterior. Al lanzar su ataque sangriento del 7 de octubre, la organización asumió el rol de único defensor de su pueblo y pretende desempeñar un rol político cuando finalicen los combates.
Uno de los aspectos más sorprendentes –y también de los menos destacados– del ataque perpetrado por Hamas contra Israel el 7 de octubre de 2023 es su ubicación. Desde hace unos diez años, la Franja de Gaza dejó de considerarse como un campo de batalla decisivo para la resistencia palestina. Las incursiones recurrentes del Ejército israelí, entre ellas la operación “Margen Protector” en 2014, acorralaron al movimiento islamista en una posición estrictamente defensiva. Siguieron lanzando cohetes esporádicamente, pero sin llegar a perforar de manera significativa la “Cúpula de Hierro” –el muy sofisticado sistema de defensa antimisiles desplegado por Tel Aviv desde 2010–. Presa de un bloqueo inflexible, Gaza estaba desconectada del resto del mundo.
La zona de conflicto más evidente parecía estar situada en los territorios ocupados. A causa de la expansión de las colonias judías y de las intrusiones de colonos y de soldados en los pueblos palestinos, Cisjordania –al igual que los lugares santos de Jerusalén– captaba toda la atención de los medios internacionales de comunicación. Tanto para Hamas como para los otros grupos combatientes, el epicentro de la resistencia estaba ahí. Las propias autoridades israelíes estaban a tal punto convencidas de ello que en la mañana del 7 de octubre sus tropas solo observaban a Cisjordania, considerando que el enclave no representaba una amenaza seria para la seguridad del país.
El ataque de Hamas invalidó radicalmente este análisis. Para lanzar su raid mortífero, el ala militar de Gaza hizo estallar el puesto fronterizo de Erez y abrió varias brechas en el cerco de seguridad. Masacrando a varios cientos de civiles y militares y tomando doscientos cuarenta personas como rehenes, obviamente los atacantes esperaban una reacción militar de gran envergadura. Pero fue más allá de toda proporción. La ofensiva “Espadas de Hierro” causó la muerte de al menos veinte mil personas, civiles en su gran mayoría, y transformó la zona más densamente poblada del mundo en un campo de destrucción. También tuvo como efecto que la Franja palestina volviera a estar en los radares de los medios de comunicación y de la comunidad internacional. Ignorado por varios años, el territorio volvió a estar en el centro de la confrontación pesltino-israelí.
La nueva centralidad de Gaza plantea importantes interrogantes respecto de la dirección de Hamas. Aun recientemente, se presumía que el movimiento islamista estaba esencialmente dirigido por sus figuras históricas. Exiliados primero en Amán, luego en Damasco y por último en Doha desde el año 2012. Pero en realidad ese postulado quedó desactualizado. Desde al menos el año 2017, fecha en la cual Yahya Sinwar tomó las riendas de Gaza, el centro de gravedad de la organización se acercó a su base. Además de lograr que el territorio fuera más autónomo con respecto a los dirigentes instalados en el exterior, Sinwar impulsó una reorientación estratégica que apuntaba a hacer de Hamas una fuerza combatiente. El objetivo consistía en reanudar los ataques contra Israel y en conectar nuevamente al enclave con la lucha palestina en general. Por lo tanto, se trataba de reaccionar más firmemente ante la situación en Cisjordania y en Jerusalén, particularmente ante las tensiones crecientes alrededor de la mezquita Al-Aqsa. Lejos de hacer desaparecer la Franja de Gaza, el bloqueo israelí creó las condiciones para que el mundo terminara recordándola.
Autonomía de la rama militar
En tanto organización política y militar, Hamas dispone de cuatro centros de poder: Gaza, Cisjordania, las prisiones israelíes (donde están detenidos muchos de sus altos mandos) y la dirección exterior, que controla la sección política. En 1989, durante la primera Intifada, la represión israelí forzó a los dirigentes del movimiento a dispersarse en Jordania, el Líbano y Siria, convirtiéndose Damasco en su sede principal a partir del comienzo de los años 2000.
Desde su refugio en el exterior, esos dirigentes mantuvieron su control sobre las brigadas Izz Al-Din Al Qassam, la rama militar de Hamas instalada en Gaza. Además, lograron establecer vínculos diplomáticos con dirigentes extranjeros y reunir el apoyo de un amplio abanico de donantes y de organizaciones de caridad, pero también de Irán, implicado en esta ayuda desde el comienzo del proceso de paz de Oslo a mediados de los años 1990. Durante este período, los dirigentes expatriados detentaron la parte más crucial del poder. Algunos de ellos, como Khaled Mechaal, jefe de la sección política, crecieron en el exilio. Desde Amán, y luego desde Damasco, Mechaal y sus pares dominaban el proceso de decisión. La ayuda militar y los militantes instalados en todos los territorios palestinos debían aceptar sus orientaciones estratégicas, aun cuando no las aprobaban.
La preeminencia de los dirigentes exteriores de Hamas comenzó a ser nuevamente cuestionada tras el asesinato en 2004 del jeque Ahmed Yasín, fundador y guía espiritual del movimiento, por parte de Israel. Varios factores permitieron entonces a la organización gazatí ganar influencia. Primero, la victoria de Hamas en las elecciones del año 2006 y su toma de control de toda la Franja de Gaza en junio de 2007, consagradas por medio de la formación de un gobierno. Cuando Israel agravó un poco el bloqueo impuesto tras la victoria electoral del movimiento, los nuevos “jefes” del enclave lograron asegurarse un flujo de ingresos gracias al comercio que circulaba por la red de túneles clandestinos, tornando así a la organización en menos dependiente del apoyo financiero de la diáspora.
En 2011, las revueltas populares de la “Primavera Árabe” en general y el levantamiento sirio en particular aceleraron esa transferencia de poder. Cuando estalló la guerra civil en Siria, los dirigentes de Hamas con base en Damasco primero intentaron una mediación entre el régimen de Bashar al Assad y los insurrectos sunnitas. Pero rechazaron la orden iraní de apoyar incondicionalmente al régimen sirio, de modo que tuvieron que irse del país en febrero de 2012. Moussa Abu Marzouk, el número dos de Hamas, se instaló en El Cairo, mientras que Khaled Mechaal se replegó en Doha, Qatar, desde donde criticó severamente a Teherán y al Hezbollah por su complicidad con Al Assad. En virtud de ello, Irán redujo sus desembolsos a Hamas, primero en el verano de 2012 y luego en mayo de 2013, cuando las brigadas Izz Al-Din Al-Qassam se enfrentaron a las tropas sirias lealistas y a su aliado, Hezbollah, durante la batalla de Quseir. La ayuda financiera iraní a Hamas se redujo a la mitad, pasando de 150 millones a menos de 75 millones de dólares por año.
Estas fricciones, combinadas con el alejamiento de sus dirigentes históricos, debilitaron al liderazgo en el exilio. “La ruptura con Siria ayudó considerablemente a la dirección gazatí –reconocía el portavoz Ghazi Hamad durante una entrevista que nos otorgó en Gaza en mayo de 2013–. No digo que Gaza haya derrocado a los dirigentes del exterior, pero ahora hay una relación más equilibrada”. Otra ventaja para la dirección gazatí: a pesar de su desacuerdo con Siria, logró mantener sólidos vínculos con Irán. Eso fue particularmente cierto para (…)
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