El derecho internacional en su acepción contemporánea evoca inevitablemente la idea de relaciones entre Estados soberanos. En Occidente, se cree que estas empezaron a tomar una forma más o menos codificada con los Tratados de Westfalia, firmados en 1648 para poner fin a la Guerra de los Treinta Años. Sin embargo, el nacimiento de un corpus teórico sobre el tema precedió este momento fundacional, remontándose a la década de 1530 y a los escritos del teólogo español Francisco de Vitoria. En lugar de analizar las relaciones entre los Estados de Europa –de los que España era por lejos el más poderoso en aquella época–, Vitoria se interesó por las relaciones entre los europeos (empezando, desde ya, por los españoles) y los pueblos de las Américas recién descubiertas.
Basándose en el ius gentium romano, o “derecho de gentes”, Vitoria repasó los posibles fundamentos de la conquista española del Nuevo Mundo. ¿Fue que las tierras arrebatadas estaban deshabitadas? ¿Fueron concedidas por el Papa a la corona española? ¿Era el deber de los cristianos convertir a los paganos, por la fuerza de ser necesario? Rechazó todas estas razones y esgrimió otra: que los salvajes que poblaban las Américas habían violado un derecho universal, el “derecho de comunicación” (ius communicandi), que correspondía a la libertad de viajar y comerciar donde se quisiera, unida a la libertad de predicar la verdad cristiana a los indígenas. Dado que los indios, como los llamaban los conquistadores, obstaculizaban el ejercicio de estas libertades, los españoles estaban en su derecho a tomar las armas, construir fortalezas y confiscar tierras. Y si persistían, merecían el destino reservado a sus peores enemigos: la depredación y la esclavitud (1). En otras palabras, la dominación española era perfectamente legítima.
En la guerra y en la paz
El primer pilar real de lo que seguirá llamándose “derecho de gentes” durante unos doscientos años se construyó, por tanto, para justificar el expansionismo español. El segundo, y aun más crucial, fue obra del diplomático neerlandés Hugo Grocio a principios del siglo XVII. En la actualidad, Grocio es más conocido –y admirado– por su tratado El derecho de la guerra y de la paz (De iure belli ac pacis), que data de 1625, pero fue con una obra escrita unos veinte años antes con la que empezó a dejar su impronta en el derecho internacional moderno. En El derecho de presa (De iure praedae), sentó las bases jurídicas de un acto de saqueo sin precedentes que había causado sensación en toda Europa: uno de sus primos, capitán de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, había atacado un navío portugués y había secuestrado su cargamento de cobre, seda, porcelana y plata por un valor total de 3 millones de florines –el equivalente a los ingresos anuales de Inglaterra–. En el decimoquinto capítulo de su ensayo, publicado posteriormente por separado como La libertad de los mares (Mare liberum), Grocio explicaba que la alta mar debía ser una zona de total libertad tanto para los Estados como para las compañías privadas que mantenían ejércitos. Por tanto, su primo estaba en su derecho. Y así, el imperialismo comercial holandés fue validado jurídicamente a su vez.
Cuando se publicó Del derecho de la guerra y de la paz, los Países Bajos habían ampliado sus pretensiones a posesiones terrestres, en particular arrebatando parte de Brasil a los portugueses. En su célebre tratado, Grocio proclamó el derecho de los europeos a declarar la guerra a cualquier pueblo cuyas costumbres consideraran bárbaras, incluso en ausencia de provocación. Se trataba del ius gladii, o “derecho de la espada”: “Debe saberse también que los reyes, y quienes tienen un poder igual al de los reyes, tienen derecho a infligir castigos no solamente por las injurias cometidas contra ellos y sus súbditos, sino también por las que no los afecten particularmente y que violen excesivamente la ley de la naturaleza o de las gentes con respecto a cualquier persona” (2). Dicho de otro modo, daba licencia para atacar, conquistar y matar a quien se interpusiera en el camino de la expansión europea.
Cohabitación obligada
A estos primeros fundamentos del derecho internacional moderno (ius communicandi y ius gladii) se agregaron otros dos argumentos que justificaban las expediciones colonizadoras. Thomas Hobbes utilizó la demografía como pretexto: mientras que Europa estaba superpoblada, las lejanas tierras de los cazadores-recolectores tenían tan pocos habitantes que los colonos europeos tenían derecho, no a “exterminar a los que allí encuentren, sino [a] obligarlos a cohabitar estrechamente, y ello sin ocupar vastas extensiones de territorio, arrebatándoles lo que encuentren” (3) – un camino claro hacia la creación de reservas como aquellas en las que más tarde se asentaría a los amerindios–. (Por supuesto, si esas tierras pudieran declararse baldías, no habría necesidad de molestarse con semejantes razonamientos). John Locke reforzó esta idea comúnmente aceptada al señalar que era perfectamente legal confiscar los territorios codiciados a las poblaciones que se habían asentado en ellos si estas no los habían aprovechado al máximo. Mejorar la productividad de los suelos equivalía a cumplir la voluntad divina (4). A fines del siglo XVII, la ideología colonialista europea contaba con un buen arsenal de justificaciones.
En el siglo siguiente, las relaciones entre los Estados europeos se habían convertido en el tema central de los escritos sobre derecho internacional, mientras que varios pensadores de la Ilustración, entre ellos Denis Diderot, Adam Smith e Immanuel Kant, cuestionaban la moralidad del dominio colonial (aunque sin exhortar a que se revirtiera). El tratado más notable escrito durante este período fue El derecho de gentes (1758) del filósofo suizo Emer de Vattel. Allí, Vattel observaba fríamente: “La Tierra pertenece al género humano para su sustento: si cada nación hubiera querido desde el principio asignarse un país vasto, para vivir en él solamente de la caza, la pesca y los frutos silvestres, nuestro globo no bastaría para la décima parte de los hombres que hoy lo habitan. Así pues, no nos desviamos de la visión de la naturaleza al confinar a los salvajes dentro de límites más estrechos” (5). Aunque en este punto Vattel siguió los pasos de sus predecesores, su obra marcó un giro conceptual al proponer una versión más laica del derecho internacional. El expansionismo seguía basándose en la religión, pero esta pasaba a un segundo plano.
Conforme a las convenciones diplomáticas de su época, Vattel partía del principio de que todos los Estados soberanos eran iguales. El Congreso de Viena de 1814-1815 rompió con esta visión e instauró una jerarquía oficial dentro de la propia Europa al definir cinco “grandes potencias” –Inglaterra, Rusia, Austria, Prusia y Francia– a las que se concedieron privilegios especiales. Este sistema, concebido inicialmente para consolidar la coalición contrarrevolucionaria que había derrotado a Napoleón y restablecido las monarquías en todo el continente, continuó mucho más allá del período de la Restauración stricto sensu. En 1883, el gran jurista escocés James Lorimer podía escribir con confianza que el principio de igualdad de los Estados había sido refutado por la historia.
En un contexto en que el imperialismo europeo ya no se dirigía únicamente contra los pueblos indefensos, sino contra vastos imperios (sobre todo en Asia) y otras naciones desarrolladas mucho más capaces de resistir sus ataques, se planteó una nueva cuestión: ¿cómo clasificar estos Estados? ¿gozaban de los mismos derechos que las potencias europeas? El Congreso de Viena había respondido implícitamente a esta pregunta al prohibir al Imperio Otomano participar en el concierto de naciones que estaba organizando. Aunque esta prohibición podría haberse explicado por consideraciones religiosas, fue otra doctrina la que tomó forma en las décadas siguientes, la del “criterio de civilización”: los europeos aceptarían tratar como iguales solamente a aquellos Estados que consideraran “civilizados”.
Una torta repartida
El criterio de civilización permitía excluir tres categorías de Estados: los Estados criminales (o Estados canallas en la terminología contemporánea), como la Comuna de París o las sociedades musulmanas fanáticas, a las que se uniría Rusia si sucumbiera a los cantos de sirena nihilistas; Estados “semibárbaros”, que no desafiaban las normas civilizatorias europeas de la misma manera que las precedentes, pero tampoco las encarnaban, como en el caso de China y Japón; y, por último, Estados impotentes o decadentes (hoy en día se hablaría de Estados fallidos), a los que decididamente no se podía exigir responsabilidades. Además de ser excluidas de la comunidad internacional propiamente dicha, las naciones del primer y tercer grupo debían ser sofocadas por la fuerza de las armas. Como explicó Lorimer, “el comunismo y el nihilismo están condenados y prohibidos por el derecho internacional” (6).
En 1884, la Conferencia de Berlín selló el destino de África, al igual que el Congreso de Viena lo había hecho con Europa. Los Estados europeos reunidos (…)
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