El Ejército ruso resulta difícil de frenar en su ofensiva una vez superados los primeros fracasos en Ucrania. Falta de municiones, titubeos de los estadounidenses: un sentimiento de vulnerabilidad lleva a los europeos a ampliar su compromiso financiero. ¿Aún queda algún salvavidas para evitar una confrontación total?
En Ucrania, la situación empeora para Kiev y sus aliados. A pesar de las considerables sumas asignadas para asistir a su ejército y a su economía tras la invasión rusa –160 mil millones de euros desembolsados a mediados de febrero de 2024 (1)–, el ejército ucraniano se topa con importantes dificultades: tras el fracaso de las tropas rusas continúan ganando terreno. La ventaja tecnológica de las armas occidentales no marca la diferencia. Faltan municiones. La ayuda militar estadounidense está bloqueada en el Congreso, tal vez por mucho tiempo. Prometiendo resolver el conflicto en “veinticuatro horas”, el candidato republicano Donald Trump amenazó con no darle “un solo penny” a Ucrania si fuera reelegido. Además, la “proporción de fuego” está empeorando: cinco obuses, tal vez incluso diez, fueron disparados del lado ruso y sólo uno del lado ucraniano, según las estimaciones (2). También se siente la diferencia demográfica entre Ucrania y su adversario. En una entrevista concedida a The Economist publicada el 1º de noviembre de 2023, el ex comandante en jefe de las Fuerzas Armadas ucranianas, el general Valerii Zaluzhnyi, temía “tarde o temprano [...] constatar que simplemente no tenemos suficiente gente para combatir”.
Este impasse podría haber conducido a una revisión de la estrategia europea. Sin embargo, a fines de febrero, Emmanuel Macron tomó como pretexto las malas noticias provenientes del frente y de Washington para acelerar en la misma dirección, atravesando al mismo tiempo un peligroso umbral: al concluir la conferencia de París que reunió a veintiún jefes de Estado y de Gobierno aliados de Kiev, el Presidente francés anunció, el 26 de febrero, el posible envío de “tropas terrestres”. Esta declaración provocó que muchos de sus pares europeos se alarmaran: se trataría de una configuración inédita desde el comienzo de la era nuclear. En Vietnam, los soldados estadounidenses se enfrentaron a combatientes que disponían de armas entregadas por la URSS; en Afganistán, las tropas soviéticas combatían contra talibanes apoyados por Washington. Pero jamás los ejércitos de dos potencias nucleares se enfrentaron directamente, ni siquiera en un tercer territorio.
Esta retórica belicista refleja nerviosismo: ya debilitados por el efecto boomerang de las sanciones que impusieron a Rusia, los europeos se sienten obligados a tomar el relevo de la ayuda militar estadounidense. Además, conviene utilizar argumentos distintos al de una inminente derrota del adversario para justificar la continuación de los esfuerzos ante una opinión pública cansada. En los discursos, Rusia ya no es aquel país que dispone del “PBI de España”, atrapado en el atolladero ucraniano, sino más bien una “amenaza existencial”, un expansionismo “imparable” (3), que apunta directamente a los intereses franceses. Como en tiempos del Komintern, Rusia es acusada de querer imponer su régimen al resto de Europa, apoyándose en relevos políticos. Rechazando el tópico del enemigo interno, el primer ministro Gabriel Attal comparó a los representantes electos de Rassemblement National con tropas de ocupación, durante un discurso ante el Parlamento el 26 de febrero.
Premios de consuelo
La amenaza rusa es amplificada deliberadamente. La única comparación que se impone, incluso en boca del ministro de Relaciones Exteriores francés (4), es la de la Alemania nazi que se apoderó de los Sudetes en nombre de la defensa de las minorías alemanas en septiembre de 1938. La referencia resurge constantemente en el debate público, excluyendo cualquier otro indicador histórico. Sin embargo, el Estado ruso no tiene una doctrina que teorice la falta de territorios –a diferencia del Lebensraum de Hitler–, y los motivos de su expansionismo en Europa están tradicionalmente vinculados a la percepción de una amenaza a su seguridad. Como nos recuerda la especialista en cuestiones militares rusas, Isabelle Facon, Rusia “responde –tradicionalmente– a profundos reflejos defensivos con acciones ofensivas” (5).
La historia de la segunda mitad del siglo XX permite identificar cierto número de constantes en el comportamiento ruso. En un contexto de amenaza hitleriana, la guerra contra Finlandia (1939-1940) tenía como objetivo una anexión “preventiva” para reforzar la defensa de Leningrado, hoy San Petersburgo. Visto desde Moscú, el pacto germano-soviético perseguía el mismo objetivo de seguridad: responder a los Acuerdos de Munich, de los que la URSS fue excluida, esforzándose por que el país no se convirtiera en el siguiente objetivo del Tercer Reich; frenar la penetración de las tropas alemanas en la antigua capital y en Moscú, convirtiendo a los países bálticos y la parte oriental de Polonia en un “glacis”, para evitar una posible invasión (…)
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